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Columna
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El chivo expiatorio

Josep Ramoneda

Hace unos treinta años, cuando el discurso de la lucha de clases soltaba sus últimos destellos y se alumbraban las últimas luces del discurso revolucionario, el malo de la película era el empresario, representado en las caricaturas como un burgués gordo con puro. Hoy, los empresarios, que como corresponde a la era del culto al cuerpo ya no son gordos y algunos ni siquiera fuman, son una de las figuras sociales que más admiración despierta. El papel de chivo expiatorio que han dejado vacante lo han ocupado los políticos. Es, sin duda, un éxito del profundo cambio ideológico que ha supuesto la transición liberal. Después de repetir un millón de veces que la economía es lo único importante y que el principal obstáculo a la felicidad es el Estado, que es demasiado grande y caro, la idea ha calado en las mentes y en los corazones. Puesto que la eficiencia es el valor supremo, cuando las cosas no van bien, siempre se busca el mismo culpable: el gobernante. Todo el mundo señala al corrupto -un político, por supuesto- pero nadie señala al corruptor -el que pone el dinero-, sin el cual no habría corrupción posible. Y, sin embargo, sólo desde la política se puede poner límites a los excesos del poder económico y de la lógica de la mercado, y, por tanto, introducir algún factor de justicia y de equidad en la sociedad.

Los políticos se han ganado a pulso el desprestigio. En la medida en que las cuotas de poder son lo único importante, todo queda supeditado a este objetivo, incluso la verdad. La sumisión es el valor más celebrado en organizaciones construidas sobre la servidumbre voluntaria y la complicidad sin amistad (La Boètie). Los partidos cuando piensan en el poder judicial lo hacen en términos de cuotas; ven a los jefes de la televisión como una prolongación natural de su mayoría; y van a las comisiones de investigación a presentar como verdad incuestionable aquello que el partido ha decidido, aunque sea manifiestamente falso. En el juicio sobre los políticos hay cierta confusión entre moral y política. Las razones de la política no son las de la moral: la política tiene que ver con los intereses y nadie debe escandalizarse de que la lucha por el poder sea consustancial a ella. Si ésta desapareciera, desaparecería la política. La moral tiene que ver con el bien y hace tiempo que sabemos que el bien moral y el interés político no siempre se corresponden. El juicio sobre los políticos tiene que hacerse teniendo en cuenta este doble registro: el de la difícil convivencia entre las razones políticas y las razones morales. Muchos de los que les critican protestarían enérgicamente si, en determinadas circunstancias, los gobernantes supeditaran decisiones políticas a razones morales.

Los propios políticos parecen sentirse en falta. Y, a veces, ellos mismos proponen que se busque gente independiente para asumir responsabilidades que les conciernen. Cualquier vinculación social, la gremial por ejemplo, merece ante la opinión un prejuicio favorable que se le niega al político. El Gobierno catalán ha llevado la desconfianza del político en sí mismo hasta el extremo al crear una oficina antifraude en su seno. Cualquier prevención contra el abuso de poder es bueno. La democracia es un sofisticado instrumento para hacer más difícil el abuso del poder. Pero uno de los principios de este mecanismo es la separación entre vigilantes y vigilados.

Arrastrados por las exigencias de la comunicación de masas, los políticos han perdido credibilidad. La ciudadanía tiene la sensación que están representando un papel, en el que no siempre creen. ¿Puede el político, en determinadas circunstancias, comportarse como independiente, por respeto a la verdad y a la ciudadanía, por ejemplo, cuando se le nombra para una comisión de investigación? La tentación es decir que no. Pero la experiencia dice que en algunos países hay más sentido de la independencia personal que en otros. Y es sobre esta vía -la de la apelación a la responsabilidad del sujeto autónomo político- sobre la que se debe insistir.

A pesar del desprestigio, se sigue votando a los políticos. Quizás porque nos encanta tener un chivo expiatorio al que ofrecer en sacrificio en los momentos de crisis. El 11-M fue exorcizado echando al PP del poder. Del mismo modo, se piden dimisiones como reparación para casos como el del Carmel. De verdad, ¿creen ustedes que sólo les necesitamos para esto?

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