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Columna
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Médicos

Ese fenómeno que estudiosos de diversos hospitales de Jaén, Almería y Albacete han calificado de efecto Fausto nos recuerda que Fausto era un ambicioso médico de postrimerías de la Edad Media que invertía el tiempo no en restañar la enfermedad de los cuerpos de sus pacientes, sino en trazar signos abstrusos sobre papel, cordobán y cortezas para invocar a los espíritus del otro lado. El efecto Fausto, según los susodichos analistas, consiste en la incomprensión, parcial o total, por parte de los enfermos, de las recetas que sus médicos les extienden: sea por haber sido escritas en un alfabeto jeroglífico que sólo los iniciados tienen venia para desentrañar, sea porque las recetas incluyen palabras selváticas de tres y cuatro sílabas en cuyo interior nadie sin brújula logra orientarse. Cualquiera que haya visitado a su médico últimamente habrá tenido oportunidad no de acordarse sólo de Fausto (a mí me gusta el de Marlowe, que acaba achicharrado en la barbacoa por perder el tiempo con crucigramas), sino también de ese familiar inevitable que figura en la genealogía de todos nosotros y que a pesar de toser como si se le partiera un madero en las entrañas o de soportar un dolor en el costado que puede convertirle el hígado en betún, rehuye al médico como al mismísimo diablo de la leyenda germánica. A veces me he descubierto preguntándome por esa antipatía atávica que la población seglar siente hacia la medicina en general y sus apóstoles en concreto; definiciones como la de matasanos, adagios latinos que no dejan a la profesión en muy buen lugar (medice, cura te ipsum, "médico, cúrate a ti mismo"), y el horror abisal del abuelo a acudir al especialista no casaban con hombres que han dedicado su vida al estudio de las fracturas y los virus y sus efectos sobre el organismo de los hombres.

En un muy interesante ensayo que se titula El nacimiento de la clínica, Michel Foucault ha registrado el cambio operado en la institución de la medicina con el advenimiento de la Revolución Industrial. Antes, anota Foucault, el médico preguntaba "¿cómo se encuentra usted?"; más tarde la interrogación fue "¿dónde le duele a usted?" No sé si Foucault tendrá razón o no y si la extensión de las fábricas por el mundo habrá fomentado la sustitución de los pacientes por depósitos de dolores, pero sí es cierto que algunos de estos médicos de la bata y el termómetro que regentan ambulatorios igual que granjas se parecen sólo de lejos a esos otros médicos, humanistas y curiosos, que se preocupaban no sólo de la carne, propia y ajena, sino también de ese turbio vapor que la anima por dentro. Por supuesto que no se puede generalizar, pero los médicos que yo busco y no hallo son de la cofradía de Rabelais, que podía denunciar la vesania de la sociedad y alabar los portentos de la naturaleza a la vez que calzaba cabestrillos; o de Averroes, que preparaba tisanas y elucubraba sobre el Primer Motor; o, ya puestos, del doctor John H. Watson, cirujano militar y curioso del zoológico humano hasta el punto de lanzarse en pos de su amigo Holmes a toda clase de cacerías. En suma: alguien cercano, que comprendamos y nos comprenda, que no se oculte para dar su opinión detrás de la lengua de los ángeles, vengan de arriba o de abajo.

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