Sobre dos ruedas
Estamos estrujando las últimas gotas del invierno, al menos eso dice el calendario. Tuvimos aquel conato de nevada que apenas dejó un par de dedos de espesor en los tejados que dan a la cara norte. Uno piensa en las grandes metrópolis canadienses, la propia Nueva York, que se encuentra en la misma longitud geográfica que nosotros y donde las heladas paralizan a una comunidad de siete u ocho millones de personas. No creo que las echen en falta, ni siquiera los niños que deben llevar en la masa de la sangre la inclinación a hacer bolas y lanzarlas contra sus semejantes, sin que, aparentemente, nadie les haya enseñado. El frío ha sido intenso, más penoso cuanto que no estamos acostumbrados. Sin embargo, algo se avanza en cuanto a la humanización de la ciudad, porque apenas han aparecido esas lamentables y sórdidas noticias de los mendigos que mueren congelados, por mucho que digan que ese final es muy llevadero.
Se produce una decisión municipal que hubiera complacido a parte de la ciudadanía: que las motos y las bicis no aparquen en las aceras. Como muchas otras cosas, el asunto no ha sido bien meditado, pues, antes de entrar en vigor, un juez -que quizá se desplace en Harley Davidson- la ha cuestionado y desautorizado. La medida ya era incompleta, pues pocos habrían protestado porque una enclenque bicicleta estuviera encadenada a la farola. Además, iba contra el propósito de que la gente se desplazara en ese vehículo que no contamina y es muy silencioso. Que en Madrid existe una gran afición a la bici lo demuestran las varias carreras que se celebran al año. A mí, personalmente, me repatean, pues, celebradas en domingo o festivo, me separan del puesto de periódicos habitual, que se encuentra en la otra acera de un amplio bulevar. Durante varias horas una riada humana, mujeres, hombres de todas las edades, niños y niñas, heroicos parapléjicos, deportistas voluminosos levantan una barrera fluyente e infranqueable. Afición hay, no cabe duda, aunque me ha sorprendido que no se produjeran centenares de cartas a los directores de periódico, protestando por la prohibición, habida cuenta de la inclinación que hemos tomado los munícipes a sublevarnos a las primeras de cambio. Incluso me atrevería a sugerir el experimento de que los carriles-bus acojan a estos vehículos. No podrían adelantar a los autobuses, pero sí sentirse resguardados por la pericia de sus conductores y de los taxistas.
Otro asunto es el de las motocicletas que, poco a poco, están invadiendo las aceras, sin importarles circular contra dirección. Había que meter a algunos de sus jinetes en cintura. Lo malo de los preceptos edilicios es la incapacidad casuística, que suele invalidarlos. Que cesen de aparcar las motos en la vía pública no debe ser una providencia generalizada. Hay lugares donde el espacio sobra a todas horas y la permanencia de estos artilugios apenas estorba la movilidad de los peatones. Permítase ahí, pero no en lugares donde, clamorosamente, dificultan el paso. Se han querido meter con este problema, sin haber antes resuelto de forma definitiva el aparcamiento en doble fila, en esquinas donde tienen que girar los autobuses y otros vehículos y la ocupación del mentado carril-bus. Suelo desplazarme, alternativamente, en taxi y no he escuchado una sola opinión favorable a la desafortunada instalación de esas separaciones pintadas de azul, que ya han provocado accidentes, ninguno grave por ahora, que es lo que quizá se espera para levantarlos. El caso del taxista que tenga que dejar al pasajero impedido o torpe, o el de la ambulancia que recoja y devuelva a un ciudadano en camilla, provocarían la paralización del autobús de la EMT al que se anula la posibilidad de rodear y rebasar el transitorio obstáculo. Una calle en la urbe no es el recorrido de un ferrocarril. Ni este alcalde, ni el anterior -cuya eficacia rara vez se reconoció- ni los que vengan acabarán con el permanente caos circulatorio que, en general, ha sido resuelto o mitigado en otras grandes metrópolis.
Madrid tiene docenas de miles de ciclistas y el hecho de que sea una ciudad con algunas pronunciadas pendientes no debería descartarlos, sino hacer un detallado estudio de la superficie y buscar la posibilidad de itinerarios que rodeen o eviten las disimuladas colinas sobre las que está edificada. Es lo que hace el recorrido de muchas líneas de transporte, para cubrir las necesidades de barrios o aglomeraciones incomunicadas. No a la gripe; sí a la bici.
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