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Columna
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Bajón

A propósito del botellón contamos ya con análisis que han examinado la cuestión desde todos los ángulos imaginables. Se ha hablado de conflicto de derechos (el de unos a divertirse y el de otros a descansar, o el de tener una ciudad limpia); y no habría que extrañarse de que a algún ayuntamiento se le haya ocurrido la feliz idea de hacer del botellón, gracias a una especie de estabulación de los jóvenes en zonas con el adecuado equipamiento de retretes y ambulancias, un reclamo turístico limpio y seguro. Y así es como nos volvemos a encontrar en la misma situación que ante el resto de los problemas: se despliega un esfuerzo paliativo de los efectos más indeseables de lo que estamos haciendo, pero lo que estamos haciendo no parece merecer la más mínima reflexión.

Pero la semana pasada se pudo leer en este mismo diario el resultado de una encuesta hecha entre jóvenes asiduos del botellón que, además de las obviedades que eran de esperar, reproducía la respuesta de una chica a la pregunta de qué inconvenientes le encuentra a esa forma de divertirse. La chica contestó: "es cansado cuidar a los amigos que les da el bajón cada fin se semana". Me parece evidente que en esta afirmación están saliendo a flote varias cuestiones de fondo que nos dan, entre otras cosas, una imagen macabra que jurídica de los problemas que plantea el botellón.

La primera cuestión es la de este racismo del bienestar que excluye de los nuevos paraísos artificiales a los que, por cualquier tipo de debilidad, no están a la altura de la felicidad que hoy se lleva. El propio bienestar es incompatible con el cuidado del otro (y de sí mismo, pero esa es otra cuestión), y semejante actitud no creo que pueda ser considerada más que como una desgracia, un síntoma del grado de legitimidad y prestigio que ha llegado a alcanzar entre nosotros la versión menos refinada del egoísmo. ¿Se atreve usted a imaginar qué tipo de relaciones establecen entre sí los jóvenes que viven su alegría con semejantes reglas de juego?

Y no hay que engañarse: en el fondo de esas actitudes no hay más que la hipertrofia de una neurosis de omnipotencia que es el modelo principal que antes y mejor asimilan nuestros jóvenes. La publicidad del juguete preferido por todos termina siempre con el mismo reclamo: "todo el poder en tus manos". No parece que hayan sido educados en el uso responsable de todas las posibilidades de sus jóvenes vidas. Más bien parece que el idilio de una noche con el poder (y el desprecio del débil que esa noche se queda tirado en el suelo como un saco de fracaso) es todo lo que aspiran a tener, lo único que saben desear.

Hubo un tiempo en que los hábitos de diversión de los jóvenes respondían a pautas diferentes según la clase social a la que pertenecían; pero ahora da igual que sean canis o sean pijos. Ha tenido lugar una desfiguración social lenta e inexorable que ha igualado a todos los rostros, uno por uno.

Pasolini decía, a mediados de los años setenta, que la culpa era nuestra: "nuestra culpa de padres -escribió en las Cartas luteranas- consiste en creer que la historia no es ni puede ser más que la historia burguesa".

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