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Columna
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La fuente

En este día de marzo quiero recordar dos historias de jóvenes. La primera se refiere a un adolescente de ficción, Homer Macauley, protagonista de la novela La comedia humana de William Saroyan (que con gran acierto acaba de reeditar El Acantilado). Estamos en California, durante la Segunda Guerra mundial, y Homer, que sólo tiene catorce años, trabaja en la oficina de Correos, como repartidor de telegramas, para remendar con su sueldito la maltrecha economía familiar. Una noche le lleva a una mujer la noticia de que su hijo ha muerto en el frente. La visión y la comprensión del dolor de esa madre transformarán a Homer de una manera radical e indeleble. "Tenía ganas de levantarse y escapar, pero sabía que no se iba a mover... No sabía qué hacer para aliviar el sufrimiento de esa mujer; si ella le hubiera pedido que ocupara el lugar de su hijo no habría podido negarse, no habría sabido... Se puso en pie como para expresar su intención de reparar lo irreparable... En su corazón no paraba de repetirse ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo hacer?". El testimonio de ese dolor ajeno será para Homer la revelación de una responsabilidad propia. Esa noche descubrirá la naturaleza de la compasión, mestiza de sentimientos y valores; de emoción y compromiso ético. Se colocará así, lúcidamente, en el lugar del otro.

Conecto esta primera historia con la segunda que no es precisamente de novela (aunque a veces necesitemos que la violencia protagonizada por menores parezca una ficción). Durante casi medio año un adolescente estuvo acosando a una compañera de ikastola; ahora un tribunal le ha condenado a tres meses de tareas socioeducativas. No voy a detenerme hoy en la agresión, en el fenómeno emergente del bullying, sino en el sentido de la pena impuesta, que entiendo que no es el de una compensación, un pago por el daño causado, sino una singular forma de recompensa para ese chaval: la oportunidad de darle la vuelta en su interior a lo que ha hecho; de darse a sí mismo la vuelta, a través del contacto con otras realidades sociales más abruptas o amargas. Y creo que la probabilidad de un efecto Homer será más alta, y su impacto más rotundo y beneficioso en ese chico cuanto más le acerquen las tareas encomendadas al sufrimiento ajeno: a la enfermedad, la marginalidad o el desamparo.

La juventud es en todo el porvenir. También para las víctimas del terrorismo. Cabe pensar que generaciones de jóvenes informados y formados en el respeto y la solidaridad responsables dejarán sin futuro al terrorismo y devolverán a sus víctimas la consideración, la seguridad y el apoyo cotidiano que hoy les falta. El reconocimiento que hoy les falta. Que hoy les falta significativamente en Euskadi, donde, junto con la amenaza y el acoso directos, persisten (inevitadas o albergadas en el nacionalismo gobernante) muchas formas de dejadez, indiferencia, desconsideración o agravio. Además de un esencial desconocimiento de las condiciones materiales y emocionales en las que se ven obligadas a vivir.

Euskadi necesita cambiar muchas cosas; urgentemente, rectificar su relación con las víctimas de la violencia, transformar su trato de raíz. En este día de marzo pienso sobre todo en los jóvenes. Es fundamental acercarles al cataclismo humano que supone el terrorismo; llevar el testimonio de las víctimas hasta los centros de enseñanza. Preparar y favorecer allí el contacto real (como se hace en otros lugares del mundo), para que nuestros niños y adolescentes conozcan de primera mano lo que hay; lo que significa sufrir vacío o vértigo; o sentirse perseguido o desamparado; o amar y añorar sin remedio. Para que se hagan una idea cabal del esfuerzo que representa la reconstrucción de la alegría o la confianza. Y puedan obrar en consecuencia, como Homer Macaulney. "Volvió a la oficina de Correos, ya no lloraba; había comprendido que nada podría detener la fuente que acababa de surgir en su interior". Esa fuente.

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