Los irresponsables no deben responder
Hace ya algunos años contraje una pasajera afición por el fútbol, sin duda influido por amigos expertos en tan curioso entretenimiento. Me curé por completo cuando me percaté de que estaba asistiendo a una exhibición de millonarios en paños menores. Les perdí el respeto. Desde entonces admiro cada día más a los futbolistas y cada día me interesan menos. Al cambiar de género y pasar de la épica a la comedia musical, se han situado junto a las supermodelos, los tenores, los modistos operados en Brasil y los rockeros con mansiones en Martha's Vineyard. Gente asombrosa, de un talento fuera de lo común, pero colosalmente predecibles. Los auténticos, como Maradona, no caben en ese espacio. Son demasiado puros.
Lo mismo debo decir de los políticos profesionales. En los bellos años ochenta creí en lo que decían e incluso pensé que Felipe González iba a modernizar este país archinacionalista y ultraconservador. Creí que los socialistas eran socialistas, que los comunistas eran comunistas, que los nacionalistas eran nacionalistas, y así sucesivamente. En resumidas cuentas, creí que defendían ideas, pobre de mí. Tardé en percatarme, una vez más, de que estaba mirando a unos equipos de millonarios que jugaban un juego llamado "tener ideas".
Esta opinión no es ningún menosprecio, ni un ataque infantil contra los caballeros y las damas de la política profesional. Muy al contrario. Admiro su temple, lo bien que aguantan en su papel, cómo han conseguido en breve tiempo un perfecto simulacro de política que todo el país sigue con la boca abierta. Los políticos están más presentes en la vida cotidiana e influyen sobre nuestras decisiones privadas de modo más incisivo que en tiempos de Franco los curas. Éste es un éxito indiscutible.
La democracia, es decir, el sistema de control técnico de masas con notable poder adquisitivo y propiedades valiosas, no puede ser otra cosa que la dramatización de una política posible, pero oculta. Está en juego demasiado dinero. Por esta razón se exige de los actores finura en el gesto, precisión en el discurso y un muy alto grado de competencia. No por otro motivo cobran sueldos muy superiores a los de su esfera administrativa y de los que es imposible saber el monto real.
De manera que cuando Aznar exageró el gesto, cuando la composición del rostro y el discurso dejó de ser verosímil, el actor se vino abajo como se vienen abajo esos actores de televisión que dicen muchas veces "coño", "joder" y "hostia" para parecer españoles verosímiles. Es inútil. Esas mismas exclamaciones los hunden sin remedio en la cloaca del idealismo artístico, de la cursilería. Así, también, Aznar. Los políticos ineficaces son aquellos que no están a la altura de la actuación que se les exige. Yo, perdonen la inmodestia, sigo con entusiasmo el trabajo de José Montilla, un actor del que no podría jurar que no aspire a ser obispo de Mondoñedo, presidente del Deutsche Bank o marido de Eva Mendes, ¡tanto es el contenido ideológico que logra transmitir! Es el único político del que espero una sorpresa que me haga feliz. No sé. La libre asociación de Barcelona con Gibraltar, la declaración del húngaro como lengua oficial de España, en fin, algo memorable.
En cambio, en cuanto Pasqual Maragall accedió al trono de Cataluña, me eché a temblar. Este hombre, uno de los mejores alcaldes del mundo, no está hecho para los refinamientos del escenario y del Parlamento. No es Flotats. Lo suyo es bregar con sindicalistas, capos de mafias locales, directivos de multinacionales, consejeros de telefónica, contratistas, en fin, ya me entienden. Y le ha caído el peor de los papeles. Representar con su cuerpo a Cataluña, por mucho que trate de seguir la escuela de Pujol con buena aplicación y mejor voluntad, no puede salir bien. Para ese papel se necesita un actor católico o de sólida fe religiosa, de origen rural o receloso de las urbes modernas, un actor capaz de gloriosas escenas en sus visitas a Montserrat o en sobremesas con dulces abades y rudos rectores, alguien aficionado a los licores dulces y los postres con pasas de Corinto, un sentimental, vaya.
Tengo para mí que después de este paréntesis, la representación de Cataluña irá a dar en quien de verdad la merece que es Carod Rovira, aunque ya no será él, sino alguno de sus amigos y colegas que debe de estar segándole la hierba bajo los pies. Es lo justo para Cataluña, aunque signifique la muerte de Barcelona. Y es la consecuencia inevitable de una decisión de Pujol, que puso el campo catalán por encima de la ciudad. Como en el País Vasco (que tiene un paisanaje más borde pero de similar composición cerebral), quienes marcan la línea ideológica son los caseros de Guipúzcoa. Y es estupendo para la gente de mi edad que de la vida sólo esperamos la ruralización total y ver a las ovejitas pastando en la plaza de Cataluña.
He aquí por qué Maragall perdió los papeles y soltó su frase sobre el 3%. En una ocasión, a Madame Du Deffand le dieron el chivatazo de que el barón D'Holbach acababa de publicar un libro en el que negaba la existencia de Dios. "¡Qué asco! ¡Es intolerable! ¡Hay que ahorcarlo! -exclamó la gran dama-. ¡Ese hombre ha osado decir lo que todos sabemos!". Algo parecido le sucedió a Maragall.
La causa del patinazo no creo que fuera Artur Mas, no es enemigo para él, ni tampoco el patético Felip Puig, el Peter Lorre de la familia Pujol. Creo más bien que a Maragall le molesta la actuación, le revienta tener que hacer de galán nacional, no aprecia el arte escénico, las sutilezas, los refinamientos, las posturitas de los políticos. A Maragall lo que le gusta es pelear en una reunión de inmobiliarios, banqueros, hoteleros, gente del Barça y de La Caixa, de Renfe y de Iberia, ese denso ambiente de vestuario de gimnasio, ese hedor a habano barato, dinero y sobaco. La política real, la verdadera. No su simulacro parlamentario, el espectáculo.
Por fortuna, no pasará nada. Esta vez no están hablando de nuestro dinero sino del suyo, el de ellos. Ésa es la cuestión: Maragall ha hablado de lo que todos sabemos y, por lo tanto, de lo que no puede mencionarse porque entonces la representación se viene abajo. Ha hablado del dinero (negro) que permite a los partidos tener empleados, oficinas, institutos, fundaciones, inmuebles, fontaneros, libros, revistas, campañas de publicidad, palanganeros, actos de masas, viajes, mordidas, banquetes, sobornos, periodistas, mamporreros, automóviles...; en fin, todo aquello que no figura en los presupuestos oficiales, los de la representación teatral. Ese dinero no existe, no puede existir, no existirá nunca. Para eso está la izquierda.
En Italia, país similar al nuestro aunque más inteligente, los políticos hacen su vida, y los civiles, la suya. Procuran no mezclarse nunca. Y si han de negociar, desenfundan la pistola y la grabadora. Aquí no hemos llegado a tanto: estoy persuadido de que aún queda gente de buena fe en la política española, pero pronto llegaremos. Y entonces, ¡qué descanso! ¡No tener que soportar esa pésima representación! ¡Dejarles que peleen por sus negocios entre ellos, a la Simancas! ¡Vivir completamente al margen de esa gente! Vaya..., como en tiempos de Franco.
Félix de Azúa es escritor.
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