La ley de Heshko
Los tres españoles sucumben ante el demoledor tren del ucranio
El loco desafío de Reyes Estévez, la resurrección de Juan Carlos Higuero, el sueño de Arturo Casado, el griterío de miles de aficionados, el calor asfixiante del Palacio... las emociones, los deseos, el atletismo, la pértiga de Isinbayeva, la entrega de medallas, los abucheos a los del 4x400... Todo desapareció instantáneamente de la pista, todo se aplanó, se esfumó al paso pesado, tremendo, avasallador, demoledor de un ucranio que se entrenó de joven para boxeador, que de esa época mantiene espaldas de estibador y pectorales de adicto a los gimnasios. Y con ese físico, con esas piernas cortas y musculosas, es capaz de correr los 1.500, puro derroche de fuerza, en 3.33m. Y solo. A su bola.
Sonó la pistola del 1.500. Arturo Casado, el valiente de Santa Eugenia, fiel a su credo se puso el primero, se lanzó a abrir paso. Aguantó una vuelta. A los 200 metros, impetuoso, impaciente, se acercó a su espalda Heshko, lo apartó de en medio y se echó a correr. Pobre Estévez, otra ración de Cragg (el irlandés que le torturó en el 3.000), esta vez vestido de amarillo y azul, otro infierno en la pista, pobre Casado...
¿Higuero? No, Higuero disfrutaba. Los pasillos del Palacio ayer enviaban otro tam-tam del 1.500. No, decía la nueva onda, Higuero está muy bien. No, Higuero tiene bien ajustada la cabeza, tiene bien ajustadas las piernas. Higuero sabe lo que tiene que hacer y lo hará.
Detrás de Heshko y su tren de apisonadora, a varios metros, Casado mantuvo el tipo, exhibió el valor de juventud, la actitud de quien quiere ganarlo todo aunque ello le suponga perderlo todo. Higuero, detrás de él, aprovechando su ritmo, su zancada, calculaba lo que tenía que hacer para ganar la plata. Heshko no era su problema. Y más atrás aún, sufriendo codazos, parones, los efectos de su mala colocación, Estévez pensaba en bronce. Las piernas no le podían dar para más, pero era una cuestión de orgullo. Se había embarcado en una locura. Había decidido intentar ganar el 1.500 y el 3.000, hazaña insólita, y no iba a abandonar al final. Una medalla más, aunque fuera otro bronce, lo justificaría todo.
El 800 se pasó en 1.56,57m. El 1.000 en 2.25,12m. Se corría deprisa, y sin liebre. Sólo Casado intentaba aguantar. Hasta el 1.200. Higuero sabía lo que tenía que hacer para ganar la plata y lo hizo. Sacó su chispa, su cambio ligero y veloz y pasó por delante del madrileño a por su recompensa. Lejos, muy lejos, Heshko. Cerca, muy cerca, Estévez. Por detrás de Casado, Estévez también se fue a buscar lo suyo. Y Casado, que dijo que había salido a ganar, que no teme a Heshko ni a nadie en ninguna pista, y Casado, con su flequillo sólido, su pecho hacia delante, abriendo paso, supo que Estévez iba a por él. Supo que debería morir, sin metáforas, agonizar sobre la pista, para resistir a Estévez, el del terrible final, el de la imponente presencia. Casado murió.
Casado tenía a Reyes cerca, cerca, y a la línea de meta, ahí, al alcance de la mano, un paso más. Heshko, sin abrir la boca, sin sudar apenas, inmutable, mecánico, un tractor a toda potencia, había terminado sus siete vueltas y media en 3.36,70m (récord de los campeonatos). Higuero, alado, volátil, había terminado también. Había cazado su plata. A cinco metros de la llegada, Estévez, por fuera, se puso a la altura de Casado. También él iba a morir. No iba a perder. A tres metros, Casado aún pensó que podía aguantar. A dos metros, -pero qué largos son estos metros-, Casado ya no pudo más. Más que sacar pecho, lo que hizo Estévez, más que adelantar el pectoral, para lo que no tenía fuerzas, Casado se tiró en plancha. Tardó cuatro centésimas más que Estévez. Cuatro centésimas, nada en la vida, todo en atletismo, la diferencia entre la vida y la muerte.
Estévez, feliz, dio una vuelta de honor a la pista. Regaló su camiseta. Casado, al mismo tiempo, se apoyaba estupefacto, mareado, triste sobre una valla. Intentaba llorar.
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