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En defensa de la política

El escenario de la política catalana no da para muchas alegrías. De entrada parece evidente que tal y como están las cosas (querellas, mociones de censura, comisiones de investigación, descalificaciones personales, acusaciones sin evidencias explícitas...) los protagonistas directos de la vida política no pueden obtener satisfacción personal alguna. Sólo un político enfermizo podría encontrar en toda esta colección de despropósitos un margen personal para la excitación y autosatisfacción. Por otra parte, no es menos evidente que este escenario tampoco da ninguna alegría a la ciudadanía, que asiste al espectáculo entre incrédula, expectante e indignada por la falta de profesionalidad y rigor que una parte importante de la clase política ha evidenciado en un momento u otro de estas últimas semanas. La espiral de errores que la mayoría de las formaciones políticas están cometiendo erosiona, más de lo que la tuneladora hizo con el subsuelo del Carmel, los cimientos de la credibilidad de la política. No habría que olvidar que nuestra sociedad se caracteriza, entre otras muchas cosas, por disponer de unos cimientos no especialmente sólidos sobre los cuales se edifican las convicciones y actitudes sobre la política.

Lo más indignante de toda esta crisis son, para decirlo en la terminología que puso en circulación hace unos años la rama más poderosa del cinismo político, los daños colaterales que genera. Las próximas semanas vamos a seguir viendo, analizando y especulando sobre las consecuencias que toda esta crisis tendrá para sus protagonistas y para las instituciones. Lo que difícilmente tendremos es noticia de los daños -que he definido como colaterales- que se están produciendo, a los cuales hasta el día de hoy nadie ha prestado la más mínima atención. Sería muy interesante disponer de un pulsómetro sociológico que nos diera cuenta del desgaste que a causa de esta crisis sufre la política en una sociedad ya de por sí predispuesta a no dar crédito a la política ni a los políticos. La herencia del franquismo, que aún es visible en nuestra sociedad, toma cuerpo en determinados aspectos de eso que llamamos cultura política.

A pesar de los años transcurridos desde la muerte del dictador, la clase política y las instituciones democráticas - probablemente con el concurso de los medios de comunicación- no han tenido la suficiente capacidad de arrastre para borrar de esa cultura política la predisposición a desconfiar y a minusvalorar todo lo relacionado con la vida política. A quien al leer esto piense que es una exageración, le invito a mirar cualquier estudio sociológico -actual o de la década de los ochenta, tanto da- donde se analice la evaluación que hacen los ciudadanos de determinadas instituciones de la realidad política, económica, social y religiosa de nuestro país. De forma sostenida, las instituciones políticas ocupan los peores lugares en esa evaluación, muy por debajo de instituciones como la banca, el ejército y la Iglesia. Y esto es sólo un ejemplo. Es cierto que la crisis de la política no es un patrimonio sólo de Cataluña o del resto del Estado, sino que toma cuerpo en la mayoría de las democracias occidentales. Pero esta observación no debería nunca servir de argumento para echar, como popularmente se dice, pelotas fuera a la hora de establecer responsabilidades sobre toda esta situación.

La crisis política que vivimos en Cataluña pasará. Es evidente que no hay crisis, por intensa que sea, que dure eternamente. Es posible que cosas importantes se hayan roto o modificado en las relaciones entre nuestros dirigentes políticos. Es posible que las consecuencias sean importantes y que incluso afecten a la elaboración de nuestro Estatut. Pero es evidente que esta crisis pasará. Lo que no es tan seguro es que sus efectos colaterales desaparezcan con la misma facilidad. Es muy fácil sembrar desconfianza y desasosiego, especialmente en un terreno fértil para ello, y es muy difícil, como demuestra la historia, limpiar posteriormente ese campo. Parece más bien seguro que el fruto de esa desconfianza (esa actitud que el sociólogo J. M. Maravall definió como democratismo cínico) perdure incluso cuando ya no se siembre desconfianza.

Es evidente que, a pesar de todo lo que ocurre estos días, hay que realizar una encendida defensa de la política. Sin política no hay vida en sociedad que sea posible. Sólo la política puede evitar el caos en la gestión cotidiana de los conflictos inherentes a la vida en sociedad. Y hay que añadir que sólo la política democrática puede evitar que los excesos a que siempre se predispone el poder sean controlables y limitados. Por eso deberían ser motivos de profunda preocupación las pancartas que en balcones del Carmel piden menos política y más soluciones. Por eso debería ser motivo de alarma que la percepción negativa sobre la política y los políticos siga creciendo. Es hora de exigir a los políticos una actitud de máxima profesionalidad en el ejercicio de su responsabilidad. La falta de profesionalidad observada estos días en muchas de las actitudes de algunos de nuestros políticos, que por otra parte hubieran sido motivo de despido en otras profesiones, alimenta el despego social a la política. Seamos consecuentes y exijamos sentido de la responsabilidad y actuaciones profesionales a nuestros políticos. Pero a pesar de todo, y para no perderlo todo, actuemos en defensa de la política.

Jordi Sánchez es profesor de Ciencia Política.

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