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LECTURA

Escribir con un viento salvaje

Javier Cercas

Me piden que escriba sobre cómo se escribe después del éxito. De entrada, la respuesta es sencilla: después del éxito se escribe exactamente igual que antes del éxito. Si acaso, la única diferencia es que cuando vas al banco después del éxito ya nadie te escupe por el colmillo, una humillación que a fin de cuentas -y como todas las humillaciones- en el fondo siempre resulta extremadamente provechosa para cualquier escritor.

El éxito es una bendición; el éxito es una catástrofe. He aquí dos proposiciones verdaderas; he aquí dos proposiciones contradictorias. Todo aquel que experimenta el éxito experimenta, en grados variables y con variable intensidad, esa verdad antagónica, sobre todo si el éxito es un éxito inesperado y repentino. El innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz experimenta el éxito más como catástrofe que como bendición; yo lo he experimentado más como bendición que como catástrofe. La novela, sin embargo, es autobiográfica. Vargas Llosa sostiene que escribir una novela equivale a hacer un strip-tease al revés. En el strip-tease al derecho, bueno, ya saben ustedes cómo funciona el strip-tease al derecho. En el strip-tease al revés, la señorita o el caballero empiezan su actuación desnudos, y lentamente se ponen la ropa interior y la ropa exterior, y al final de su actuación resultan irreconocibles, ocultos como aparecen tras chaquetones de cuero y gorros de invierno y gafas de sol. El novelista opera de la misma forma: parte de la propia experiencia en bruto, de la experiencia personal al desnudo, y, mediante la manipulación de esos datos primarios con las técnicas del novelista -la organización de una estructura, la construcción de un narrador, un tiempo, un espacio, unos personajes-, acaba enmascarando hasta volverla irreconocible incluso para sí mismo la realidad experiencial de la que había partido. Vistas así las cosas, ninguna novela puede no ser autobiográfica; tampoco la mía. Pero, además de ser autobiográficas, todas las novelas son (o pueden ser, o incluso deben ser) catárticas: su autor las escribe para salvarse; si, además de salvarse a sí mismo, el autor consigue salvar a algún lector (es decir: consigue cambiar la percepción del mundo de algún lector, que es la única forma en que una novela puede cambiar el mundo), entonces puede estar casi seguro de haber escrito una gran novela. A menos que sea un necio, nadie puede estar seguro de haber escrito una gran novela, pero yo puedo asegurar que he escrito la mía -entre otras cosas- para salvarme, para conjurar la catástrofe del éxito y gozar sólo de su bendición. Naturalmente, no lo he conseguido. O no lo he conseguido del todo. Pero aquí me tienen, todavía peleando. No todo el mundo puede decir lo mismo.

Un sincero sarcasmo de Jules Renard que se cita en La velocidad de la luz: "Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente".

¿La catástrofe del éxito? Dios mío, ¿no suena eso igual que Los ricos también lloran? ¿No es otro sarcasmo, por no decir un topicazo infame acuñado por quienes tienen éxito para no sentirse culpables y para que nadie les eche en cara su éxito? De acuerdo: escribir, como pensar, es escribir -o pensar- contra el tópico, contra el cliché, pero la guerra indiscriminada y sin cuartel contra el cliché corre el riesgo de acabar constituyendo en sí misma un cliché y, en consecuencia, bloqueando toda escritura o pensamiento que no se resignen a la insignificancia. Rodney Falk, un personaje de La velocidad de la luz -un veterano de Vietnam que viste chaquetón de cuero, gorro de invierno y gafas de sol, y hasta de vez en cuando un parche de tela en el ojo-, tiene algo que decir al respecto: "Las ideas no se convierten en tópicos porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Y cuando uno se aburre de la verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el interesante, acaba no diciendo más que tonterías. En el mejor de los casos, tonterías originales y hasta interesantes, pero tonterías". También Tennessee Williams tiene algo que decir al respecto. En 1945, con 34 años, Williams estrenó El zoo de cristal, un drama cuyo éxito apoteósico lo catapultó de un día para otro, como un Lucien Rubempré del Misisipí, desde la más negra oscuridad de la provincia hasta una suite de un hotel de cinco estrellas en Manhattan. Años después, recordando aquellos días fulgurantes, escribió un ensayo precisamente titulado La catástrofe del éxito. Allí se lee: "Pronto me sorprendí sintiéndome indiferente a la gente. Un chorro de cinismo brotó de mí. Todas las conversaciones sonaban como si hubieran sido grabadas años atrás y estuvieran siendo reproducidas con un gramófono. La sinceridad y la bondad parecían haber huido de las voces de mis amigos. Sospechaba que estaban siendo hipócritas. Dejé de llamarlos, dejé de verlos. Me impacientaba lo que consideraba adulación inane. Me enfermaba tanto oírle decir a la gente '¡Me encantó tu obra!' que ya ni siquiera era capaz de dar las gracias. Me atragantaba con las palabras y me apartaba groseramente de aquella persona por lo común sincera. Ya no me sentía orgulloso de la obra, sino que empezó a disgustarme, probablemente porque me sentía demasiado hueco como para crear otra. Andaba por ahí como muerto, y lo sabía, pero en esa época no había amigos que conociera o en los que confiara lo bastante como para llevarlos aparte y contarles qué pasaba". Estoy seguro de que mucha gente en parecida situación ha experimentado lo mismo o algo muy parecido a lo que experimentó Williams; no todos hemos padecido la desgracia de no poder contar con amigos.

Acaso ningún escritor encarna mejor que Francis Scott Fitzgerald la catástrofe del éxito. En 1920, cuando apenas era un muchacho recién salido de la adolescencia, su primera novela le hizo de repente rico y famoso, y durante toda esa década frenética vivió arrastrado por lo que mucho más tarde llamó "el viento salvaje del éxito": proclamado rey de la juventud americana, convirtió aquellos años en una juerga excéntrica, romántica e ininterrumpida; gastó mucho más de lo mucho que ganaba, se bebió mucho más de lo que su cuerpo podía tolerar, soportó a su lado a una mujer desequilibrada y destructiva, vivió durante años en el París irreal de los exiliados norteamericanos y viajó por todas partes, y, como si creyese que nunca iban a agotarse, dilapidó a manos llenas su energía y su talento, lo que no le impidió escribir cuentos y novelas admirables, y por lo menos una obra maestra: El gran Gatsby. La resaca fue apocalíptica. A principios de los años treinta, cuando su país permanecía sumido en una depresión colectiva tras el crash de Wall Street, Fitzgerald ya era sólo una sombra de sí mismo, un superviviente de una época a un tiempo reciente y remota: sin saber cómo había ocurrido, se vio arruinado, prematuramente envejecido y exhausto, tiranizado por el alcohol e incapaz de escribir, hundido en el pozo pestilente de la autocompasión, torturado por el recuerdo de los años felices en compañía de su mujer -ahora postrada en un sanatorio psiquiátrico-, pero sobre todo por su incapacidad para comprender cómo, dónde y cuándo se había iniciado el implacable y silencioso proceso de demolición que lo había enterrado en aquella muerte en vida. Así, en esa situación de perfecta indigencia moral y económica, lo conoció en 1937 Budd Schulberg, un joven escritor a quien la Metro Goldwyn Mayer encargó escribir un guión para una película abyecta en compañía de Fitzgerald, quien, convertido en la viva estampa del fracaso, había aceptado la humillación final de trabajar en Hollywood para poder saldar deudas y comprar tiempo con el que tratar de volver a escribir. Años después, muerto ya Fitzgerald, Schulberg -que conocía muy bien el mundo del cine porque había nacido en él, y que había escrito cuentos y novelas asperísimos sobre el éxito y el fracaso, como Más dura será la caída- reflexionó sobre Hollywood y el éxito y el fracaso en una novela absolutamente formidable en la que recrea aquella experiencia: El desencantado. En la novela, un joven escritor llamado Shep Stearns -trasunto transparente de Schulberg- recibe el encargo de trabajar en un guión con un viejo escritor terminal llamado Manley Halliday -trasunto transparente de Fitzgerald-. Stearns y Halliday hablan una y otra vez del éxito y el fracaso. "El éxito descoloca a los escritores", dice en algún momento Halliday. "Los aísla". "No hay peor fracaso que el éxito", dice en otro momento Halliday. "Prueba a escribir un best seller, una obra taquillera, un gran éxito. Hazlo y te harás rico y famoso. Los escritores quedan atrapados en el sistema americano. Bombo. Cócteles. Listas de superventas. La adoración del éxito". "Créeme, muchacho", dice o piensa Halliday en su delirio final. "En América nada conduce tanto al fracaso como el éxito". Es muy posible que Halliday tenga razón, sólo que a estas alturas América ya está en todas partes.

El éxito alimenta más que ninguna otra cosa el impulso autodestructivo de cualquier escritor medianamente decente, porque la tentación de desenmascarar por sí mismo la farsa descomunal que el éxito supone es tan fuerte que el escritor se ve obligado a realizar un esfuerzo descomunal para resistirse a ella. Por supuesto, el alcohol y el derroche y placer secreto de la necedad no son las únicas formas de autodestruirse. También está el silencio: el rechazo taxativo a seguir participando de la farsa. El escritor parece aspirar a convertirse así, acaso no sin cierto énfasis melodramático de aristócrata, en un santo o un héroe. Los ejemplos no escasean, y algunos son muy próximos. En 1957, Rafael Sánchez Ferlosio publicó su segunda novela: El Jarama; el libro fue un gran éxito. "Me dieron hasta un banquete en el Café Valera", escribe Ferlosio años más tarde, "y, tal vez ya semiconsciente del enorme bluff, sentí tanta vergüenza y tanta agorafobia que incurrí en la terrible grosería de no levantarme a dar las gracias por el homenaje y por los varios discursos. Quizá en aquel momento fue cuando se me apareció por vez primera la amenazadora sombra del grotesco papelón de literato; así que, obispo de mí mismo, me mandé retirar, para dedicarme a 'altos estudios eclesiásticos". Ferlosio no dejó de escribir; ni siquiera (aunque sólo lo hiciese de forma muy ocasional) de publicar. Pero tardó casi veinte años en permitirnos leer otra novela, o un fragmento de otra novela. No hay por qué dudar de que este hecho se debiera a su pérdida de fe en el género, pero, dado que se trata de un escritor mucho más que medianamente decente, tampoco cabe descartar que en él influyera también su conciencia de estar participando en una farsa ni su desprecio del "grotesco papelón de literato" que el éxito había querido que interpretara. Desde 1957, por supuesto, las cosas han cambiado bastante, y, al menos desde esta perspectiva, no para mejor. De hecho, ahora mismo se diría que al escritor de éxito se le obliga a enfrentarse a un curioso dilema: o se convierte en -digamos- Marujita Díaz o se convierte en -digamos- J. D. Salinger. Tertium non datur. Pero si uno no tiene vocación de folclórica revenida y no considera imprescindible discutir a voz en grito en televisión sobre si ronca o no, y si uno tampoco tiene vocación de místico zen y no juzga una indignidad conceder entrevistas para dar a conocer sus libros y que la gente los lea; si uno, en fin, ni siquiera tiene vocación de obispo de sí mismo, entonces al parecer la cosa se complica. ¿Qué hacer?

Lucien Rubempré, el protagonista de Las ilusiones perdidas, de Balzac, es un joven de provincias que llega a la capital saturado de sueños de triunfo. Como lo fue Tennessee Williams. Como lo fue Scott Fitzgerald. Como lo es al principio el innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz. La novela del joven de provincias que llega a la capital saturado de sueños de triunfo es casi un subgénero de la novela francesa del siglo XIX que ha dado obras maestras absolutas en Francia -ahí está El rojo y el negro, ahí está La educación sentimental- y no sólo en Francia -ahí está Grandes esperanzas; ahí está, más cerca, El gran Gatsby-. Pero, como digo, el subgénero o esquema narrativo parece casi francés. En busca del tiempo perdido constituye al mismo tiempo la culminación y la refutación de ese esquema o subgénero. Refutación porque, a diferencia de Rubempré, de Julien Sorel, de Fréderic Moreau, de Pip, de Jay Gatsby, el protagonista de Proust triunfa en el remate insuperable de la novela, justo cuando descubre que hay algo que puede dar sentido a todos los fracasos -y sobre todo al fracaso final: la muerte-, y que ese algo sólo puede ser la literatura. Desde este punto de vista, y salvadas todas las infinitas distancias, el innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz está mucho más cerca del casi innominado narrador-protagonista de Proust que del Lucien Rubempré de Balzac: al final de la novela lo ha perdido todo, pero por lo menos sabe qué hacer.

Una frase de Elías Canetti que no se cita en La velocidad de la luz: "El éxito es el espacio que uno ocupa en el periódico. El éxito es la desvergüenza de un día". Otra frase, ésta de Carlos Pujol, que tampoco se cita en La velocidad de la luz: "La falta de éxito es una bendición de la que uno siempre está inconsolable".

Nadie ignora que el éxito -se dé en el ámbito en que se dé: la literatura, los negocios, el deporte- no es obra del mérito, sino del azar: de una serie de factores imponderables, imprevisibles también. El éxito no guarda la menor relación con la calidad de una obra; el fracaso, por desgracia, tampoco. Quiero decir que la relación entre la cantidad de lectores y la calidad de una obra sólo puede resumirse así: hay libros malos que se leen mucho y libros malos que se leen poco, igual que hay libros buenos que se leen poco y libros buenos que se leen mucho. O sea, que hay de todo, y a quien le urja claridad con que proveerse de buena conciencia, que la busque en otro sitio. No obstante -y como casi nadie es medianamente decente, ni siquiera medianamente sensato-, quien tiene éxito siente a menudo una inclinación sin contrapesos a creer que su éxito no es obra del azar, sino del mérito. Ésta es la causa principal de que los escritores de éxito nos pongamos en ridículo con una frecuencia innecesaria y de infinitas maneras: sacándonos en procesión a diario, pasándonos el día diciendo tonterías interesantes y hasta originales, pero tonterías; hozando en nuestro grotesco papelón de literatos, creyendo que todo el mundo nos copia, creyendo que todo el mundo nos ataca (velada o abiertamente), creyendo que todo el mundo nos ningunea (velada o abiertamente), creyendo que nadie aprecia nuestra obra en su justa medida, creyéndonos que somos alguien, creyéndonos Miguel de Cervantes, creyéndonos Napoleón Bonaparte, haciendo de todo texto o declaración una apología personal o un ataque contra todo aquel que amenace con oscurecer nuestro éxito con el suyo, convirtiéndonos, en suma y sin que nada ni nadie nos haya obligado a ello, en unos mamarrachos sin remedio. Si bien se mira, esto no es sino otra forma -menos visible o más sutil- de autodestrucción: la prueba es la cantidad de escritores valiosos que, una vez han conseguido el éxito, no hacen sino escribir mamarrachadas.

¿Qué hacer entonces?, repito. En El crack-up -un texto autobiográfico que es a partes iguales una autoautopsia y una oración funeral, escrito poco antes de que conociera en Hollywood a Budd Schulberg-, Scott Fitzgerald afirma que el síntoma de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener al mismo tiempo en la mente dos ideas opuestas y conservar la capacidad de seguir funcionando. El éxito es una bendición; el éxito es una catástrofe: he ahí dos ideas opuestas y verdaderas. Soy tan vanidoso como cualquiera, pero menos necio que algunos, así que no voy a presumir de poseer una inteligencia de primera clase; lo que sí es verdad es que he escrito La velocidad de la luz para tratar de conservar la capacidad de seguir funcionando. A eso lo llamé antes salvarse: a poder continuar la pelea. Creo que Tennessee Williams también lo llamaba así: "Una vez comprendes del todo la vacuidad de una vida sin pelea", escribió, "estás equipado con los instrumentos básicos de la salvación". Por lo demás, sólo espero que el resultado no sea una mamarrachada, y si lo es, sólo puedo decir en mi descargo que hice todo lo que pude para evitarlo. E incluso en ese caso tampoco importaría demasiado: al fin y al cabo, el éxito y el fracaso no son sino espejismos. Lo que cuenta es seguir peleando.

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Sobre la firma

Javier Cercas
Javier Cercas nació en Ibahernando, Cáceres, en 1962. Es autor de 12 novelas que se han traducido a más de 30 idiomas y le han valido prestigiosos galardones nacionales e internacionales. Ha recibido, además, importantes premios de ensayo y periodismo, y diversos reconocimientos al conjunto de su carrera. Es miembro de la Real Academia Española.

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