Un enemigo del Estado
Carles Alfaro dirige, en el Nacional de Barcelona, Rómulo el Grande, una de las obras mayores (y menos conocidas aquí) de Dürrenmatt, en traducción catalana de Feliu Formosa. Extraña función. Brillante, ingeniosa, profunda a ratos, pero con un trasfondo que hace levantar más de una ceja: la mía, para empezar. Últimos días del Imperio romano. Liquidación de existencias. Los germánicos avanzan mientras el emperador Rómulo, retirado en su villa ruinosa, cría gallinas y se encoge de hombros, para desesperación de su familia y su Estado Mayor. Durante la primera parte piensas que era una obra ideal para Capri, el Capri de El gandul: un estrafalario humilde, escéptico, perezoso. Durante la segunda piensas que no, que el ideal hubiera sido Fernán-Gómez: de Enemigo del Pueblo a Enemigo del Estado. De eso trata la obra, creo yo: no tanto de un emperador humanista que abraza la resistencia pasiva, a lo Claudio, sino de un nihilista que busca "dejar caer el Imperio como si fuera una moneda falsa". Todo parece quedar claro al principio de la segunda parte. "El Imperio", dice Rómulo, "ha institucionalizado el asesinato, el saqueo, la opresión y la extorsión de los pueblos, hasta que he llegado yo. No me quedaba otra opción que la de ser emperador para liquidar el Imperio". Sería interesante saber hasta qué punto tuvo presente Dürrenmatt el Calígula de Camus a la hora de escribir su Rómulo. Calígula es de 1945; Rómulo se estrena en 1949. En cuanto a procedimientos, Rómulo es el anti-Calígula -bonhomía, humor, sensatez- pero el objetivo final es el mismo. "Eres el traidor de Roma", le dice Julia, su esposa. "No", contesta Rómulo, "soy el juez de Roma. Roma se ha traicionado a sí misma. Conoció la verdad, pero escogió la violencia". Rómulo ha descubierto un poco tarde la sopa de ajo, la esencia de los imperios, pero más vale tarde que nunca.
El problema, lo que hace tan y tan ambigua esta comedia, es la "amenaza exterior". Germánica, no lo olvidemos. De haberse estrenado en plena ocupación, no me cabe la menor duda acerca del destino del señor Dürrenmatt. Colaboracionismo, entreguismo, alta traición, lo que quieran: por mucho menos fusilaron a Brasillach. "Llegan los germánicos: que pasen", dice Rómulo. "Hemos derramado sangre extranjera y ahora hemos de pagar con la nuestra. ¿Tenemos derecho a ser algo más que víctimas?". Oigo a Rómulo y escucho a Drieu La Rochelle, el Drieu de Mesure de la France. Un Drieu más risueño; un Drieu, pongamos, reescrito por Roger Nimier. Drieu abrazando la llegada del ángel exterminador que pondrá fin a la decadencia de su país y a su propia decadencia. Rómulo podría leerse como la anatomía de un colaboracionista. Bernard Frank escribe sobre Drieu: "Un colaboracionista es un hombre que busca en la historia un reflejo de su malestar. La derrota de su país transformará los acontecimientos en psicodrama de su vida íntima". La función también contiene su voz sartriana: Emiliano es el Quereas de Rómulo. Emiliano es la voz del coraje, el resistente, el partisano. "Mientras criabas tus gallinas", le dice, "ha muerto mucha gente: hombres, mujeres, niños". Se diría que a Dürrenmatt no le cae demasiado bien Emiliano, dispuesto a acabar con Rómulo pero también a renunciar a su amor; a que Rea (Eva de Luis), la hija del emperador, una jovencita con vocación de Ifigenia, se case con el industrial Rumpf (Pep Jové), fabricante de pantalones, para salvar el Imperio: demasiados sacrificios. Sobrevuela toda la función una vaga nostalgia aristocrática, de cuando los imperios estaban gobernados por caballeros y el campo del honor era un damero elegante, es decir, una nostalgia imposible: la conversación final entre Rómulo y Odoacro, el civilizadísimo príncipe germánico, hace pensar en una versión agrícola de los diálogos entre el capitán De Boildieu y el comandante Von Rauffenstein de La Grande Illusion. Lástima que los dos emperadores no puedan dedicarse a la noble cría de gallinas porque Odoacro (que Ricardo Moya interpreta con el bigotito y el aura y las maneras de González Ruano) tiene un sobrino difícil, Teodorico (Xavi Ibáñez), que "sólo bebe agua, duerme en el suelo, y nunca toca a una mujer". Un sobrinito devoto de las armas, la gimnasia y la heroicidad, al que Carles Alfaro viste, para que no haya dudas, con el uniforme nazi. Siempre hay un sobrino malo empeñado en fastidiar los mejores y más plácidos sueños de los caballeros.
Da la impresión de que Alfaro ha montado esta obra como si no supiera muy bien qué pensar de ella: no le culpo. O como si no hubiera sabido explicarles a sus actores lo que de ellos quería. Dürrenmatt no lo pone fácil: al intento de asesinato de Rómulo, concebido como un vodevil à la Ionesco, sigue el muy serio careo entre el emperador y los conspiradores, la escena clave de la obra. Demasiado aire de farsa en la primera parte; farsa un tanto trivial, abaratada, a caballo entre un episodio menor de Asterix y La corte de Faraón. Casi todos los secundarios (ministros, militares, ayudas de cámara), condenados a encajar en un molde grotesco, interpretan sus personajes como si estuvieran sentando las bases de un Golfus de Roma que, por supuesto, no llega nunca, lo que añade más extrañeza a esta función extraña. Frente a una Teresa Vallicrosa (Julia, la emperatriz) sorprendentemente externa, desaforada, o a un Quimet Pla que encarna al bizantino Zenón un tanto a lo Quique Camoiras, o a unos camarlengos (Enric Serra, Miquel Bonet) muy cercanos a los supercicutas, destacan, por obvio contraste en el enfoque, el brillantísimo Rómulo de Francesc Orella, que lleva el papel como quien sostiene una pelota en la punta del meñique, arrasando sin esfuerzo aparente, saltando en un pispás del humor a la gravedad; Carles Martínez, otro actor enorme (seguridad extrema, convicción furiosa) en el rol de Emiliano; y Jordi Martínez como el prefecto Espurio Titus, toda una lección de comicidad sobria y casi minimalista en la que, quizá, radicaba el secreto para evitar la descompensación del plato.
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