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Columna
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Propinas

A estas alturas, tenemos asumidas algunas convenciones como si fuesen un factor biológico en vez de un apaño para desenvolvernos en sociedad con arreglo a unas pautas sobreentendidas de significación. Nos presentan a alguien, por ejemplo, y le tendemos la mano, cuando a lo mejor resultaría un gesto mucho más afectuoso el de ofrecerle un pie, o el de pellizcarle el lóbulo de una oreja, o el de cortarle un mechón de pelo, qué sé yo. Le sacamos la lengua a alguien como señal de burla o de enfado y le metemos la lengua en la boca a la persona amada como señal de deseo. Las convenciones no sólo son misteriosas, sino también muy extravagantes, y cada civilización establece las suyas con arreglo a sus peculiares ventoleras.

Una de nuestras convenciones más arraigadas consiste en sentirse uno un miserable si no deja propina en los bares, por la misma razón por la que se sentiría uno un nuevo rico si le diese propina al panadero o al médico, pongamos por caso. Hay profesiones en las que resulta convencional la propina, en fin, y profesiones en las que recibir propina se entendería como una humillación. A nadie se le ocurre darle propina al dentista, ni a la cajera del supermercado, ni al pastelero, ni al monitor de aerobic, ni al profesor de matemáticas. Ni en broma. (Mala suerte en el fondo, porque los extra salariales nunca están de más, sobre todo si se trata de dinero negro).

Los más beneficiados por la convención de la propina son, sin duda, los camareros y los taxistas. El gremio de hostelería ha inventado incluso una acepción peculiar del concepto genérico bote: ese bote que lleva escrita la palabra bote y que va llenándose gracias a una convención filantrópica y ancestral, de cuando los camareros vivían de lo que quisieran darles los patronos y los clientes. De todas formas, la ley de la propina se aplica a los camareros de los bares diurnos y se viola en los bares nocturnos: si en un bar de copas te atiende una muchacha con aspecto de ser una valkiria emparentada con los dioses principales de la mitología escandinava, ni si te ocurre dejarle de propina los céntimos de la vuelta. En cambio, al camarero de la cafetería le dejas la calderilla y el hombre se pone tan contento que lo pregona: "¡Bote!", y te sientes entonces como un mecenas.

El asunto de la propina a los taxistas consiente unos matices más complicados. Mucho me temo que el hecho de ser taxista en una megalópolis no es bueno para el sistema nervioso en general, porque lo cierto es que incluso los clientes de los taxis acabamos con algún tipo de cardiopatía después de un trayecto de 10 minutos. Esta circunstancia tal vez justifique el que si a un taxista de una gran ciudad no le das propina, ni siquiera te devuelva los buenos días o las buenas noches: si no hay propina, no hay despedida, extremo que a los clientes nos resulta doloroso, porque hemos compartido con ese hombre un espacio íntimo durante un rato, y quién sabe incluso qué maldiciones entusiastas no les habremos dedicado de común acuerdo a los políticos o a los futbolistas estelares. La falta de propina deja mudos, en fin, a los taxistas.

Y, como aquí no dan propina, mudo me quedo también.

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