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Los nietos oscuros

Una noche, en una terraza de la plaza de la Provincia, frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, me reúno con dos inmigrantes ilegales. Ella, Clarisa, es boliviana y muy joven. En su país estudió literatura. Acá quisiera hacer un doctorado, pero antes debe trabajar para reunir el dinero. Así es que por ahora cuida a una "abuelita". Él, Claudio, es venezolano, de la Mérida de allá, la ciudad remota en las cordilleras tropicales. Acá trabaja en la construcción, sin papeles. Y como el dinero ganado en los andamios no le alcanzaba para remesarles algo a sus cuatro hijos, que permanecen en Venezuela, tuvo la suerte de encontrar a esa anciana que le ofreció alojamiento gratuito a cambio de que la ayude y acompañe un poco. Ambos, Clarisa y Claudio, entonces, tienen esto en común con miles de otros inmigrantes ilegales en España: para sobrevivir en los márgenes de esta sociedad, cuidan a los ancianos solitarios que la misma sociedad ha arrojado a sus márgenes.

Cada cuatro días muere en Madrid un anciano abandonado y solitario, denunciaba hace poco un concejal. Sólo en la capital viven y penan solos 135.985 viejos, informaba EL PAÍS. Si su soledad no es más grande es porque de los casi 800.000 extranjeros empadronados que viven en la comunidad, un 70% se dedican a proveer servicios como el cuidado de ancianos, entre otros. Es decir, si los viejos españoles -el pasado aún vivo de España- no yacen más abandonados de lo que están es porque manos extranjeras -abundantes y baratas- los sostienen cuando quieren ir al baño, les alargan el vaso de agua, les acercan el bastón.

Extraño reencuentro éste, entre el viejo y el nuevo mundo. La soledad del viejo aliviada por la pobreza del nuevo. Dos soledades, en realidad, aliviándose mutuamente. Suena el móvil de Claudio. Es la señora que está a su cargo: no recuerda cuál de sus diecisiete píldoras debe tomarse. Él casi parece que se alegrara por la llamada, o que se enorgulleciera. Alguien en este país -donde, para sobrevivir ilegalmente, Claudio no existe- depende de él para, a su vez, sobrevivir. Para continuar existiendo, literalmente.

Mientras tanto, Clarisa habla con ternura de "su" abuelita. Tuvo un pasado esplendoroso, parece. Es una marquesa empobrecida, o algo así. En su salón hay un retrato al óleo, de cuerpo entero, de cuando ella era joven. Le pide a Clarisa que saque viejas fotografías del fondo de unos armarios, y le muestra sonriendo quiénes fueron los suyos, los parientes ya muertos, los que no vinieron más a verla. También le pide leerle las cartas de antiguos amigos, las invitaciones a fiestas de gala, los recortes de prensa de otra época. La señora escucha esos retazos de su juventud en la voz con acento boliviano de Clarisa, y sus ojos se humedecen. Tal parece que a veces se confunde y la toma por una nieta de la que no sabe hace mucho. Y le pregunta a quién salió con la piel tan oscura.

Por su parte, Claudio me cuenta que una vez a la semana le toca bañar a su anciana. Imagino a este peón venezolano, un cuarentón de manos encallecidas, sosteniendo a la vieja matrona de ochenta años para ayudarla a entrar en la bañera, mirando hacia el costado. Los pudores de cada cual. También se refiere a ella como "mi abuelita". Y yo me pregunto si acaso también ella le habrá tomado cariño a este extraño nieto moreno -bastante más bondadoso que el promedio- llegado de otro mundo.

Si el grado de civilización de una sociedad se mide por el trato que da a los más débiles -a sus niños y a sus ancianos, por ejemplo-, hay que decir que España ha dejado en manos de la despreciada casta de los inmigrantes la responsabilidad de ser civilizada. Criadas inmigrantes cuidan a los niños de las clases medias y acomodadas, e inmigrantes cuidan a los más viejos. Cada cuatro días muere solitario un anciano abandonado en Madrid, decíamos. Pero otros tienen más suerte. Otros tendrán cerca la mano morena o cobriza de un inmigrante para ayudarlos en el paso del Estigia, cuando les llegue su última hora. Son cosas que no se miden. Pero que cuentan. ¿Cuántas últimas palabras de ancianos españoles son oídas sólo por estos extraños nietos oscuros? ¿Cuántas memorias, cuántas experiencias, quedan en depósito en la mente de estos expatriados?

Si la vejez es la hora de recapitular y de contar la vida, el momento cuando en la vieja tribu los ancianos traspasaban lo que sabían a los jóvenes, en España esa sabiduría desechada por su modernidad rampante está pasando a estos nietos de la miseria que han huido de la premodernidad -política, económica y social- de sus propios países.

Singular ironía la de estos inmigrantes: huyen de países estancados en un pasado sofocante, sin esperanza de futuro, para venir a un país moderno donde su único contacto humano, fuera del grupo de expatriados, será la viejita que les habla de un mundo que ya no existe. Ironía, sí. Pero privilegio, también. Acaso sin saberlo, España está prodigando la sabiduría de los viejos que ella misma arrincona, y la ternura de sus niños, en estos cuidadores extranjeros de la ancianidad y la niñez. Una generación española está expirando en brazos de extranjeros; otra llega para ser acunada por las casi cien mil empleadas domésticas que se calcula trabajan sólo en Madrid. Lo inaudito es que esa gente cuida sin existir.

Pues la condición metafísica del inmigrante clandestino consiste en que, para sobrevivir, debe hacerse invisible, ser nadie. En este dilema existencial transitan miles de indocumentados. "Soy un desaparecido", canta Manu Chao (vocablo que tiene un eco siniestro en gente que viene de ciertos países de Sudamérica). Y no deja de ser una paradoja que muchos encuentren una forma de reaparecer en la existencia convirtiéndose en "nietos negros", nietos oscuros e imprevistos de la soledad española.

Porque vivo cerca, paso casi todos los días frente a las largas colas ante el Ministerio del Trabajo, en Madrid. Alguna vez me he detenido a auscultar esos rostros de la esperanza. Escucho los acentos de nuestra Hispanoamérica del dolor. Me paro a preguntarles por esta nueva ilusión: la regularización de sus papeles. Conmueve la esperanza que muestran en que les permitan existir, en España, empezando por el peldaño más bajo: los trabajos que acá nadie quiere. Una parte de la prosperidad general que tan justamente orgullosos tiene a los españoles se asienta en la pobreza de estos extranjeros que sirven a los más pobres de su sociedad: sus viejos solitarios y sus niños.

Pero siempre la pobreza de unos es la riqueza de otros. Como me dice Claudio, cuando ya nos vamos despidiendo: desde que vive con "su abuelita", cada mes ha conseguido enviarles a sus cuatro hijos casi doscientos euros de su salario negro, que se ahorra al no pagar alojamiento. Luego, cuando sabe que ellos han recibido, en su Mérida remota -la de allá-, "un millón de bolívares" (que algo así son al cambio), siente que toda su soledad se justifica. Y una franca sonrisa enciende el rostro de este nieto oscuro.

Carlos Franz es escritor chileno. Su novela más reciente es El lugar donde estuvo el Paraíso.

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