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Pilar Aymerich y la transición

Si en algún lugar vive la historia, ese lugar es sin duda la memoria; en los libros y archivos aguarda, en la memoria habita. Una gran mayoría de ciudadanos vivió la transición, incluso muchos participaron en ella desde ángulos, espacios e intensidades muy distintos, y por esa razón guardan vivencias y memoria de aquellos días, de aquellos años que, aunque resulta difícil acotar cuándo comenzaron, situamos a manera de convención provisional en la muerte del general Franco.

Pero la transición es uno de esos procesos repleto de ciudadanos de nombre sin registro. Ciudadanos ninguneados cuya presencia en el relato fundacional de la democracia ha sido frecuentemente banalizado por la crónica dominante, que, todo hay que decirlo, ha perdido bastante de su fuerza publicitaria. Me refiero a ese relato que hasta no hace mucho centraba su verdad en la habilidad generosa de algunos supuestos hombres buenos, que ataviados con camisa azul oscuro, yugo y flechas "bordadas con primor", y corbata negra atada al cuello, ocupaban las viejas cortes de la dictadura reteniendo, oculta, su verdadera vocación democrática, gente de habilidad calculada que al parecer aguardaron -con sabiduría y pragmatismo- el último respiro de aquel anciano autoritario que abandonó el mundo desde la paz de la cama y rodeado de un país atento a las agujas y sondas que cruzaban su lastimado cuerpo; un país confiado, pendiente de su heredero y de unos gobernantes que dirigieron un proceso modélico tan sólo incordiado por una minoría vociferante, y por supuesto irresponsable, que enturbiaba de vez en cuando la calle.

La crónica banalizó y excluyó de su planteamiento, nudo y desenlace, a aquellos que ocuparon todos los espacios de las relaciones sociales para decir lo que querían alcanzar, para negar lo que había, y dar a luz un país decente, y que para ese fin convirtieron la calle en el espacio privilegiado de sus rechazos y sus propuestas. Esos sujetos son los que aparecen en las fotografías que Pilar Aymerich muestra en la exposición de algunas de sus fotografías bajo el título Memòria d'un temps, 1975-1979, y que el Museo de Historia de Cataluña acoge hasta finales de febrero.

Somos sin duda afortunados porque disponemos de un buen repertorio de espléndidos fotógrafos que han captado lo más intenso de nuestra historia reciente: Armengol, Colita, Paco Elvira, Soteras, Pérez Molinos... nos han dejado imágenes testimoniales de indudable eficacia y calidad; quizá las más populares eran las que nos mostraban y denunciaban la brutalidad del Estado apaleando manifestantes. Las fotos mostradas ahora por Aymerich se inscriben en otro género, tienen otra intención. Al fin y al cabo, el maltrato y las muertes que acontecieron durante la transición era algo que temía buena parte de la población por la experiencia de 40 años de dictadura. Por otra parte, las ejecuciones del 27 de septiembre de 1975 no auguraban tolerancia en el fin de un régimen cuyo futuro era incierto. En realidad, si no hubo más dureza y más muertes de las que hubo fue porque no se atrevieron a más, porque cada vez resultaba más difícil para el régimen asumir sus costes ya que la participación contra la dictadura y por la democracia creció en las grandes ciudades más allá de lo que habían pensado. Sin embargo, esta realidad violenta no evitó que apareciese, en especial desde 1982, una retórica que entronizó durante años la versión oficial sobre la naturaleza pacífica de la transición.

La contribución de Aymerich refuerza la memoria de la participación civil, su masividad, su diversificación, su transversalidad. Es decir, que nos cuenta y recuerda precisamente el temario de la transición, que no era otro que el temario de la ciudadanía durante los últimos años de la dictadura, pero hecho verbo, o sea acción pública.

Recuerda a quien mira sus escenas que al fin y al cabo la transición no sólo fue un tiempo en el que se fraguaron las normas para establecer la libertad política, sino también, y quizá especialmente, la época en la que emergió un poderoso movimiento por los derechos civiles, algunos de los cuales no se han alcanzado hasta fechas recientes. En las fotos que Aymerich ha escogido para su discurso, los ciudadanos no huyen, acuden. Se alzan, proclaman, congregan, sonríen. Todos actúan, nadie aguarda. Aparecen en la colección especialmente mujeres y situaciones creadas por mujeres. No debería extrañar; en realidad, fueron el género de la transición, sin duda porque habían sido quienes más sufrieron las consecuencias de la derrota de la democracia republicana. Se hallan en todas partes, también sus actitudes fueron las más ridiculizadas durante la transición. Me permito escoger un par de fotos. La primera, mujeres de trabajadores de Motor Ibérica en huelga, encerradas en la iglesia de Sant Andreu del Palomar, con sus pies anchos, delantal, bebé en brazos, un crucifijo asediado de provisiones, mermeladas, galletas, cestos y un montón de imprescindibles rollos de papel higiénico El elefante, una marca comercial entrañable, popular, áspera, que forma parte ya de la educación escatológica de varias generaciones. Mujeres ante la cárcel de La Trinidad, reclamando que se larguen del centro penitenciario las religiosas de las Cruzadas Evangélicas, que las presas puedan usar sus propias prendas y que puedan hablar en su lengua materna.

Aymerich hace memoria rescatando lo más importante, la construcción de un proyecto coral que se había fraguado lentamente durante años con esfuerzo, valor y dolor. En un autorretrato de 1976, Aymerich aparece tomando la cámara con manos enfundadas en guantes de tela blanca; quien vea esas fotos comprenderá por qué, y quien lea el texto de Elvira Altés que acompaña al catálogo y documenta los retratos, comprenderá más y mejor el carácter de temario civil que aquellos años poseen para este país. Nadie debería perderse esas imágenes.

Ricard Vinyes es historiador.

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