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Columna
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La vida en los papeles

Por razones diversas, hay momentos en la vida en que uno debe regresar a sus catacumbas biográficas. Yo llevo un par de semanas inmerso en semejante expedición. Ese descenso al pasado suele producirse cuando muere el último de los habitantes de una casa y los hijos (aquellos hijos e hijas que hace tiempo se fueron) se ven en la obligación de liquidar la propiedad y hacerse cargo de todo lo que ésta contenía. Es entonces cuando uno regresa a su prehistoria personal y desentraña el contenido de polvorientas carpetas de la infancia, y álbunes de fotos, y tebeos, y cuadernos de pintura. Resurgen del olvido diplomas del bachillerato y epistolarios adolescentes, y uno se ve de pronto, cara a cara, con aquel que fue hace muchos años. En esta ocasión, el viaje a la memoria del que escribe surge de circunstancias menos trágicas: no lo desencadena un fallecimiento sino la prisa de un nuevo traslado, un traslado que la matriarca familiar emprende hacia una casa más pequeña, pero que también impone el deber de que los antiguos habitantes recojamos nuestras cosas y, en el caso de los hijos, regresemos a los papeles más remotos.

Uno carga con todos sus papeles. Por fidelidad a la memoria, por lealtad a aquel niño que hace muchos años que no existe
Uno regresa a su prehistoria personal y desentraña el contenido de polvorientas carpetas de la infancia

Ignoro si estos ritos se seguirán produciendo en el futuro. Aún no está claro el efecto que tendrá en las biografías personales la revolución informática, pero presiento que la mía será una de las últimas generaciones en que la vida íntima se resuelva en hileras interminables de papeles. Para mi generación, los papeles marcaban hitos personales, familiares y escolares. Y los papeles, casi siempre olvidados en estanterías inaccesibles, en cajones nunca frecuentados, en baúles y trasteros, mantienen una existencia leve y clandestina, hasta que la urgencia de una evacuación doméstica nos obliga a visitarlos. Y es entonces cuando surge la melancolía, la certeza de que el paso del tiempo ha hecho de nosotros algo muy distinto a aquello que fuimos en un día, y acaso también la certeza de que la nueva versión no resulta mejor.

El arrojo de una madre entrada en años, que emprende una mudanza, ha puesto al que escribe ante la gravosa operación de ocuparse de su infancia: montañas de libros (los más antiguos) que nunca fueron trasladados, carpetas que atesoran los secretos de una remota adolescencia. Lo más anecdótico es que una vocación temprana de escritor multiplique los manuscritos. Los manuscritos sólo agrandan la dimensión de la tarea. Más importante parece constatar esas cosas que todos hemos compartido como testigos de nuestra propia infancia. Son avalanchas de dibujos, boletines de notas de primaria, las primeras tramitaciones burocráticas: un carnet colegial, una cartilla militar, o títulos académicos que iban certificando la clausura de los ciclos escolares. He descendido a mi prehistoria, he releído viejas cartas, cartas de novias antiguas, o cartas de novias que nunca fueron novias, y repasado álbumes de fotos en los que siempre estoy delgado, posando junto a personas a las que ha dejado de ver o que murieron hace tiempo.

Por supuesto, todos estos papeles son completamente inútiles, pero uno se resiste a destruirlos. Aun sabiendo que, llevados a otra parte, volverán a sumirse en el olvido, conservarlos es una debilidad. ¿Cómo hacer tabla rasa de uno mismo? ¿Cómo destrozar con frialdad esa cartilla estudiantil en que uno asoma, fotografiado, con una juventud vagamente trágica y el hombro herido por la tinta añil de un matasellos? ¿Se puede hacer pedazos cierto poema horrible escrito a la manera de Darío? ¿Cómo tirar a la basura las postales de una antigua novia, que enviaba besos desde una playa del sur?

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Uno carga con todos sus papeles. Por fidelidad a la memoria, por lealtad a aquel niño que hace muchos años que no existe. La vida va dejando un amasijo de papeles que nunca se releen ni se frecuentan. Tenemos derecho a conservarlos, aunque sólo volvamos a ellos bajo el inminente apremio de una nueva mudanza. También habrá una última mudanza en la que no podremos llevar nada. Pero ahora miro a un niño perfilado en blanco y negro, que posa ante la cámara, al lado de su padre, y aún no sabe todo lo que le espera.

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