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Crítica:DANZA | 'I-Ki'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Sushi' con aire

A medio camino entre la performance típica de las artes visuales de gran formato de hoy y la danza, termina por imponerse la segunda, una danza muy especial, generada por el butoh de su formación, pero evolucionada hacia una lírica del gesto bastante particular y que la artista controla.

La escena es una instalación con grandes y ruidosos compresores de aire, tres módulos cúbicos de plástico transparente que se van inflando hasta convertirse en una casa-prisión con una bailarina y su rodaballo (¿o es un lenguado?), naturalmente, envueltos ambos en plástico translúcido.

Parte de la estructura central es un diván o lecho (también hinchable y transparente), donde llega a yacer la protagonista, una bella imagen que recuerda esos sepulcros románicos o góticos que en la tapa tienen la talla del muerto, una inerte versión idealizada del contenido (y es que aquí, en esa cárcel de hielo y viento, se juega también con la muerte, se la cita expresamente). La mujer lleva unos pantalones que también recuerdan el pauperrismo lírico de Yamamoto, lo que después se hizo lujo; así se acentúa el histrión que está en la poética, una agudeza sobre lo que se mira.

Compañía Ten Pen Chii

I-Ki: Intérprete coreográfica: Yumiko Yoshioka; instalación: Joachim Manger; música: Zan Jonson. Teatro Pradillo, Madrid. 24 de febrero.

A lo que más se parece este intenso poema visual es a una antigua y casi olvidada película de Akira Kurosawa: Dodeskaden (1970, con una inolvidable música de Takemitsu), donde un personaje va a su propio vuelo interior, a un viaje a ninguna parte que le lleva a la fantasía más íntima y sobrecogedora. Aquí la música es de Zan Jonson (no confundir con el futbolista norteamericano del mismo nombre), una obsesiva secuencia de base techno con citas de máquina y electro-trans que acaso contribuyen a la atmósfera opresiva y desconsolada de la pieza, que va ganando concreción y peso estético hasta llegar a sus 15 minutos finales, los mejores, donde Yoshioka se libera del rodaballo (o lenguado) y se entrega a un diálogo místico con el sonido electrónico, a un éxtasis que sólo es comprensible si se entra en el aparato gestual del butoh, su cultivo del feísmo y la improvisación.

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