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Columna
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Fantasmas

Recordar es multiplicarse, porque uno mira atrás y al ver algunas de las cosas que dijo, hizo o pensó y que ahora han cambiado tanto, se ve como a un desconocido y se siente otro hasta tal punto que, en opinión del novelista Javier Marías, se empieza a considerar a sí mismo un fantasma, "alguien a quien ya no le pasan de verdad las cosas" -dice en el prólogo a su libro Vida del fantasma. Cinco años más tenue- "pero que se sigue preocupando por lo que le ocurre allí donde solían pasarle y que -aun no estando del todo- trata de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia".

Quién le va a llevar la contraria a Marías, que es un sabio en cuestiones fantasmales, autor también del volumen Literatura y fantasma, restaurador de escritores fantasmagóricos en Negra espalda del tiempo, antólogo de relatos espectrales y, finalmente, editor en el sello Reino de Redonda de los libros de misterio y fantasmas de Richmal Crompton -la autora de los célebres libros de Guillermo Brown- o, entre otros, de M. P. Shiel.

Seguro que el autor de Tu rostro mañana debe estar siguiendo con gran interés los fenómenos misteriosos, a estas alturas ya casi dignos de una novela de Henry James o Sheridan Le Fanu -el autor de La mano fantasma-, que se han producido en el edificio Windsor desde que la torre ardió quién sabe por qué o para qué.

En primer lugar, están los rumores, que si no tienen por qué ser la antesala de la noticia, sí son siempre un extremo de la sospecha: ¿Es cierto que una testigo oyó una explosión antes de que se iniciara el fuego? ¿Es posible que el siniestro fuera provocado? ¿Busca la Policía Científica restos de un combustible entre las ruinas?

En segundo lugar, ¿quiénes son las dos personas que fueron filmadas por un visitante de la ciudad dentro del edificio, cuando las llamas ya lo devoraban? ¿Qué hacían allí? ¿Salvaban algo, lo robaban o lo destruían? ¿A qué hora ocurrieron los hechos? Si es a la que sale en el reloj digital de la cámara que capturó las siluetas, éstas no pueden ser las de una pareja de bomberos, porque ya no estaban allí desde hacía horas. ¿Por dónde entraron, cómo y para qué? ¿Por dónde salieron?

Como la acumulación de preguntas da lugar a una leyenda, si no hay pronto alguna respuesta incontestable el Windsor pasará a ensanchar el terreno de las casas encantadas y entonces cualquier explicación o teoría, por rara que parezca, podrá ser digna de crédito.

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Porque ahora, además de las siluetas, hay un agujero. Lo acaba de descubrir la Policía Municipal en uno de los sótanos que dan acceso a los aparcamientos de la torre quemada, y se sabe que se hizo en la noche o la madrugada del martes, porque el lunes no estaba allí. ¿Quién rompió el muro y para qué? ¿Se tratará de algún ser abismal que vive en el laberinto de túneles que hay en el subsuelo de Azca? ¿O más bien, y dado que la pared se horadó de dentro a fuera, ya que los escombros cayeron hacia el exterior, es un espíritu que vagabundea entre las ruinas carbonizadas?

Es interesante ver el modo en que la ilusión anega la realidad en cuanto se abre en ella un boquete, por pequeño que sea. Quizá es que estamos todos tan hartos de desierto que nada nos apetece más que correr hacia los espejismos. Quizás al final sólo encontremos más arena, pero y qué: de momento, las cosas que tienen explicación, se pueden sumar y restar, se escriben en documentos legales y son tangibles han pasado a un segundo plano, y lo sobrenatural o, al menos, lo desconocido se han abierto paso.

Tal vez sea un síntoma de que la dictadura de lo coherente también cansa y todo el mundo necesita un jeroglífico que resolver, un enigma con el que entretenerse.

Las miles de personas que van a diario a fotografiarse con el Windsor al fondo y que probablemente nunca antes habían siquiera reparado en él, lo prueban: es como si junto al rascacielos se hubiese extinguido la parte de realidad y rutina que le correspondió mientras estaba entero, mientras aún era otra reunión de empresas, otra sucesión de oficinas.

Quizá no debería darse ninguna explicación y dejar que el Windsor sea, a partir de ahora, un lugar cifrado, un territorio para la superstición y el mito.

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