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Un país de gatos

No se confundan: no nos falta información, nos sobra. Padecemos censura por sobreinformación. Moderna y sofisticada, pero censura; y sobre ella se asientan los males de la democracia de hoy. En este mundo económicamente desarrollado que nos ha tocado en suerte pasa con la información como con la comida. Lo explica muy bien el periodista Ignacio Ramonet. Hubo un tiempo en que el peligro en relación a la comida era no tenerla, los males venían de la falta de alimentación. Hoy esto ya no sucede. La mayoría de la población come cuando quiere y los problemas relacionados con la comida vienen de la mala alimentación, derivan del exceso: obesidad, colesterol, enfermedades coronarias... etc. Con la información sucede lo mismo. La mayoría de la población tiene acceso a ella. Información diferente y por distintas vías: desde la televisión a los periódicos, desde internet a la radio; desde la publicidad al cine; desde las notas, comunicados y campañas de los organismos oficiales a lo que nos cuentan los amigos. Los desinformados de hoy no son los que se quedan al margen del circuito informativo, porque éste es prácticamente universal. Los desinformados de hoy son los que, sumidos en un marasmo de datos, imágenes, comentarios y anécdotas, son incapaces de distinguir aquella información que les es útil para desenvolverse como ciudadanos de pleno derecho de aquella que no les sirve para otra cosa que no sea distraerse. Y entiéndase por distraer mirar hacia donde no pasa nada. El presidente norteamericano Harry Truman lo tenía muy claro. Decía: "Si no puedes convencerlos, confúndeles". Se agradece su cinismo.

Así las cosas, a día de hoy la tarea del periodista se transforma. Ya no puede ser sólo recoger información y trasmitirla. El periodista ha dejado de ser un eslabón imprescindible en el acceso del ciudadano a la información. En cambio sí es insustituible para dedicar su tiempo, aquel del que el ciudadano medio no dispone, a desentrañar la madeja informativa que nos aplasta. El presente y el futuro de la profesión pasa por ser los agentes de la selección, contextualización y limpieza de la información que llega al ciudadano. Cada periodista con su visión del mundo pero todos en base a criterios profesionales y honestamente. Separar el grano de la paja, lo banal de lo importante. Y sabemos qué quiere decir importante. Importante es, resumiendo, todo aquello que le sirve a un ciudadano para decidir qué vota: cómo están de verdad los hospitales y por qué, dónde van a parar nuestros impuestos, qué pasa con la educación, por qué son tan caras las viviendas y quién se está forrando, y si los que se forran tienen amigos en los gobiernos. También es importante saber qué medidas se toman para evitar la carnicería semanal en las carreteras o a quién sirven las guerras; y si nos podemos fiar de lo que comemos, de lo que hablamos por teléfono o escribimos en los e-mails; si podemos estar tranquilos con el aire que respiramos o paseando por nuestras calles. Es muy importante saber si los investigadores tienen facilidades para investigar; si los creadores las tienen para crear. Como importante es conocer la vida que no aparece en las versiones oficiales; la de los marginados, de los enfermos, de los inmigrantes, de tantos jubilados que se apañan con mucho menos que lo justo.

Sabemos por supuesto también lo que no es importante. No lo es que el delantero centro de nuestro equipo favorito esté en tratos con un club inglés, alemán o sueco; ni que nieve en invierno; ni que haga calor en verano; ni la enésima inauguración del gobernante de turno; ni la rueda de prensa diez mil de aquel destacado dirigente opositor; ni los datos macroeconómicos que sólo sirven para hacernos pensar que, con lo bien que va todo, nuestros problemas deben ser culpa nuestra. Tampoco es importante, más allá de para las víctimas y sus familias, tal o cual accidente de tráfico de los cien que hay cada día, ni el robo de una sucursal bancaria o el decomiso mensual de no sé qué partida de droga.

A diferencia de Truman, los dirigentes políticos del País Valenciano se apuntan a la hipocresía y no al cinismo. Por eso ponen al frente de los medios públicos a sus jefes de propaganda para trabajar por una información no partidista y veraz; por eso prometen consejos del audiovisual cuya composición dependerá en un 80 por ciento de un solo partido como garantía de pluralidad; por eso quieren hacer los noticiarios de televisión desde los gabinetes de prensa gubernamentales para asegurar la imparcialidad de las informaciones; por eso todos los partidos pactan el reparto de la información política en periodo electoral por cuotas dentro de los noticiarios de los medios públicos para conseguir que los contenidos sólo respondan a criterios profesionales. Por eso. Por eso inundan el campo para que no se encharque. Precisamente por eso, para que no se encharque.

Son ya muchos años así y ni se observan intenciones de rectificación, ni se plantean alternativas. Lo peor es que frente a estos comportamientos, desde la sociedad y, particularmente, desde la profesión periodística, sólo se percibe una respuesta: el silencio. Y nada más. Cuando hace unos días la Generalitat catalana anunció prácticas de control informativo poco democráticas a cuenta de las noticias de los hundimientos de pisos en el barrio barcelonés del Carmel, se calificó el intento de "apagón informativo". Reaccionó la sociedad, reaccionó la profesión. Y se rectificó inmediatamente. Qué envidia. Aquí nadie habla de apagones informativos. No hay apagones. Llevamos tantos años con los plomos fundidos que ya nos hemos acostumbrado a andar a oscuras. Como los gatos.

Julià Álvaro es periodista.

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