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Columna
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Moraleja

Reticencias europeístas en La Moraleja: en la radio comentan que el no ha superado el 30% en esta urbanización residencial, que desde hace años intenta "independizarse" de Alcobendas para no repartir con sus vecinos los beneficios de su selecta condición. ¿Por qué se oponen -cabe preguntarse- a un tratado que consagra un modelo económico que tan bien les ha ido y les augura aún mejores tiempos, al diseñar un marco propicio a todo tipo de privatizaciones, liberalizaciones y deslocalizaciones?

Izquierda Unida, que tan alegremente se ha lanzado a capitalizar el no, prefiere ignorar que las cifras negativas más altas corresponden en Madrid Comunidad a los feudos tradicionales del PP, y en la capital, a los distritos de Salamanca, Chamartín y Chamberí, graneros del voto conservador. El rechazo de la izquierda se comprende por las mismas razones que no se comprende el rechazo de la derecha, por la consagración del modelo neoliberal y el abandono del Estado del bienestar, o del bien pasar. Señalaba este periódico que en los barrios de Chamartín, Chamberí y Salamanca obtuvo la presidenta Aguirre, en las últimas elecciones autonómicas, más del 65% de los sufragios. ¿Significa eso que el sector esperancista y su líder, la señora Aguirre, son mayoritariamente antieuropeístas? Si es así, nos gustaría conocer los motivos.

Entre las variopintas explicaciones y justificaciones leídas y escuchadas estos días atrás en medios de orientación conservadora destacaban las que hacían referencia a esas milenarias raíces cristianas que el Tratado de la Unión Europea se empeña en no reconocer en su preámbulo. Raíces cristianas que provocaron en su momento cristianísimas guerras entre católicos y protestantes; la alianza entre el poder terrenal y el espiritual que tanto añoran, más que para unir sirvió para desconyuntar Europa. "Fuera, fuera protestantes, fuera de nuestra nación", cantaban los colegiales católicos españoles en la última posguerra, y en las tribunas y los púlpitos se denunciaba la conspiración judeo-masónica, del judaísmo internacional y la masonería europea. El antisemitismo y el antieuropeísmo se servían a la carta. Albión era pérfida, y Francia, atea y depravada. En la onda de tan desquiciadas argumentaciones, publicaba un diario católico madrileño la carta de un lector que defendía el no del referéndum porque la Constitución había sido redactada por el masón Giscard d'Estaing y sus cofrades.

La caverna ultracatólica tiene puesta toda su esperanza en la presidenta Aguirre, en el legionario Acebes y en la cantinera Botella, infiltrada en territorio enemigo. ¿No será masón el Gallardón ese? Los fieles de Salamanca, Chamberí, Chamartín, del señorío de La Moraleja y de otros feudos populares y autonómicos han desobedecido con sus noes a los dirigentes de su partido, pero es pura apariencia, pues sus líderes defendieron el sí con los dedos cruzados y un tic de complicidad en el ojo, y la Iglesia católica se pronunció en el sentido de que esta vez no se pronunciaba y admitía incluso la abstención como opción posible.

Por supuesto hubo un no, sobre todo en Cataluña y en el País Vasco, impulsado por el nacionalismo, pero en los municipios regidos por IU los votantes ignoraron las consignas y se abstuvieron o votaron sí, por si acaso o para que no les tomaran el número cambiado y no confundirse con los católicos ultramontanos y nacionalistas, minoritarios pero en alza, apoyados y jaleados por el ala derecha del PP. Para los integristas católicos, la construcción de Europa no se completará hasta que el Estado Vaticano selle el Tratado de la Unión e imponga su tutela moral sobre las instituciones comunitarias. Claro que, para conseguir ese desiderátum, el Vaticano tendría que renovarse y democratizarse hasta la médula, convocar elecciones libres, permitir el voto femenino y el acceso de las mujeres a la primera magistratura del país y otras minucias que se antojan lejanas. La integración de Suiza que proponen algunos admiradores de su peculiarísima neutralidad completaría el puzzle, pero se ve aún más difícil: a los suizos no les apetece nada y los europeos ricos siguen necesitando un sitio seguro y seco donde les guarden la ropa mientras nadan por los procelosos mares de la política y la economía.

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