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Columna
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Ojos que no ven

En el apéndice de 1976 para Si esto es un hombre, escribe Primo Levi: "El mundo en que hoy vivimos nosotros, los occidentales, presenta muchos y muy graves defectos y peligros, pero con respecto al mundo de ayer goza de una enorme ventaja: todos pueden saber inmediatamente todo acerca de todo". En realidad no lo sabemos todo acerca de todo. Pero sabemos lo suficiente. Y, sobre todo, tenemos los medios para saber más. No hay semana, no hay día en que los medios de comunicación no nos ofrezcan un rosario de tragedias, catástrofes y horrores.

Nunca como hoy hemos tenido toda la realidad del mundo a nuestro alcance. Difícilmente podremos decir que no nos hemos enterado de catástrofes o de violaciones de los derechos humanos, aunque hayan ocurrido en lugares lejanos. Los medios de comunicación nos acercan al configurar, aunque sea un tópico, una aldea global. Una aldea, cierto, no totalmente transparente. No seré yo quien asuma acríticamente ese presuntuoso lema acuñado por la CNN para publicitar sus informativos durante la última guerra de Irak: "Está pasando, lo estás viendo". O aquel otro con el que finalizaba sus actuaciones un presentador-estrella de una de las televisiones privadas de España: "Así han sido las cosas y así se las hemos contado". No caigamos, ya sea por interés o por ingenuidad, en la falacia de la transparencia.

Se trata de una aldea en la que junto a las amplias avenidas iluminadas, inmediatamente accesibles al ojo de la cámara, existen oscuros callejones. No hemos visto de la misma manera el derrumbe de las Twin Towers tras los atentados del 11-S que los bombardeos norteamericanos sobre la mezquita de Nayaf. El primer acontecimiento nos fue transmitido en tiempo real, segundo a segundo, de manera directa; el segundo nos llega perfectamente dosificado, empaquetado, mediado. Tampoco hemos visto de la misma manera el tsunami de Indonesia que la hambruna de Darfur.

Así y todo, hoy el mundo tiene un techo de cristal que impide que los acontecimientos permanezcan definitivamente ocultos. El caso de las fotos de los prisioneros iraquíes torturados por soldados estadounidenses en la cárcel de Abu Ghraib es, tal vez, el mejor ejemplo de este fin de la opacidad. Tomadas por los propios soldados, en algunos casos por diversión y en otros con el fin de denunciar los hechos; captadas, muchas de ellas, mediante teléfonos móviles dotados de cámara digital y difundidas luego por correo electrónico, se han convertido en icono de la infame guerra de Irak. Como ha escrito a este respecto Sontag: "En nuestra sala de espejos digital, las imágenes no se desvanecerán. Sí, al parecer, una imagen dice más que mil palabras. E incluso si nuestros dirigentes prefieren no mirarlas, habrá miles de instantáneas y videos adicionales. Incontenibles". La ignorancia ha dejado de ser una eximente.

Debemos aspirar a saber más, a saber mejor, con el fin de hacer que nuestra intervención sobre la realidad gane en eficacia, pero no para empezar a actuar. Para empezar a actuar, para movilizarnos, es más que suficiente con lo que sabemos. Sin embargo, nunca como hoy conviven a diario el conocimiento y la inacción. ¿Qué tipo de conocimiento de la realidad tenemos? ¿Somos, acaso, como los personajes de esa dramática fábula sobre la condición humana que es Ensayo sobre la ceguera de Saramago, ciegos que, viendo, no ven? El problema estriba en que si bien podemos estar informados, no estamos en absoluto concernidos por dicha información. Si "sentir significa estar implicado en algo" (Heller), el nuestro es un conocimiento insensible. Como señaló Arendt, "la historia nos enseña que no es en modo alguno natural que el espectáculo de la miseria mueva a los hombres a la piedad". "No debería suponerse un 'nosotros' cuando el tema es la mirada del dolor de los demás", escribe por su parte Sontag.

He oído que las principales empresas de comunicación se van a reunir en breve para abordar estas cuestiones.

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