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Columna
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Aunque de él no sé nada, salvo lo más trivial, archisabido y probablemente falso, me resulta simpático el príncipe Carlos de Inglaterra. No hablo de su boda ni de su vida sentimental. Eso, él sabrá, y en todo caso, aquí se aplica el aforismo de la primera piedra. Cuando digo que me cae bien me refiero a su imagen pública: la de un hombre dotado de unas aptitudes nada desdeñables, pero del todo inadecuadas para hacer el papel que le ha asignado el azar. Ni quizá tan tonto como para creerse ungido por el cielo, ni quizá tan listo como para aceptar con resignado cinismo la funcionalidad de su figura, cada vez que trata de intervenir en la cosa pública, mete la pata. Como cualquier individuo de su nivel intelectual, tiene ideas más o menos sensatas sobre casi todos los temas de actualidad, pero no calibra la desproporción que hay entre su opinión y su influencia, y hay que taparle la boca. Sin duda, desearía ser de utilidad al pueblo que lo alimenta, y podría serlo si fuera un ciudadano común. Pero como no lo es, acaba siendo un engorro. En este sentido, es lo opuesto al príncipe Alberto de Mónaco, que me parece un modelo de adaptación física y mental al cargo que desempeña.

Recuerdo haber visto hace unos años un reportaje fotográfico sobre la visita del príncipe de Gales a una antigua colonia africana. Con tal motivo, un grupo folclórico de aquel país ejecutó en su honor unas danzas tribales. El príncipe asistía al espectáculo en actitud cortés y perpleja. Lo suyo era estar allí y basta, pero él parecía empeñado en discernir si aquello era un acto oficial, una muestra etnológica o una juerga. En la última foto del reportaje se le veía saludando a un bailarín ataviado con pieles de leopardo y plumas de avestruz. Entre ambos se advertía una mirada de entendimiento. También el príncipe de Gales, cuando va a Escocia, ha de pasar por la ignominia del traje regional. En la ocasión que comento, las dos caricaturas de sus respectivas patrias parecían sellar con el apretón de manos la alianza de un precario equilibrio existencial. Como dos líneas paralelas que finalmente se encuentran en el infinito y, no sabiendo qué hacer en un momento tan insólito, se limitan a saludarse con mucha urbanidad y a hablar del tiempo.

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