El ciudadano desnudo
Siguiendo el criterio del avestruz, una forma cómoda de evitarse demandas colectivas y obviar problemas culturales, sociales, sindicales, lingüísticos, nacionales o del orden que sea, es desproveer al individuo de todas sus condiciones identitarias y crear un ciudadano desnudo, en palabras de un conocido antropólogo, o un ciudadano sin atributos, en palabras de un célebre escritor. Si antes yo era yo y mi circunstancia, ahora una recua teórica compuesta por presuntos europeístas, nacionalistas de Estado, fascistas disfrazados de liberales y ex progresistas de zigzagueante biografía ha decidido que todas las circunstancias del individuo deben quedar fuera de su consideración pública, lo cual es un espléndido modo no ya de resolver los problemas, sino de decretar que los problemas no existen.
El modelo de ciudadano que pretenden imponer no puede airear la lengua que habla ni el grupo humano que le identifica ni la familia a la que pertenece ni plantear ninguna demanda colectiva. Un europeísmo de baja estofa reduce los derechos individuales a alquilar apartamentos o adquirir billetes a Helsinki. Si el ciudadano tiene el atrevimiento de establecer una reivindicación que exceda su parcela de egoísmo personal, arreciarán los insultos, pues es entonces, dicen, cuando resurge la tribu, el clan, la jauría, la piara, el rebaño, la bandada, el banco (de peces) y eso inspira, a los ideólogos del Estado inmutable, toda clase de adjetivos sin gracia relacionados con la prehistoria, la acefalia o la indecencia.
El defensor del ciudadano roussoniano no tolera que el personal tenga granos en la cara, problemas con su chica o problemas de conciencia, esté casado, tenga tres hijos y una abuela o reconozca la bandera o la lengua de sus padres. La teoría del ciudadano desnudo no sólo proscribe toda tradición que signifique una memoria colectiva, sino que se permite llamar idiota al que la defienda, al que se resista a desprenderse de los atributos, personales y colectivos, que definen su irrepetible identidad. Ignora que no somos ángeles asexuados y supone, con enternecedora ingenuidad, que vivimos bajo el manto protector de leyes ideales, platónicas, diseñadas por filántropos universales. La teoría del ciudadano desnudo se rebela ante la idea de que la gente, después de todo, tiene nombres y apellidos, vive en un barrio concreto, habla una lengua concreta e incluso mantiene la manía de plantear demandas colectivas o asumir identidades grupales.
Todo le está permitido al ciudadano desnudo porque no molesta con sus mandangas al poder constituido. Los Estados son, para esta teoría, estructuras inocentes, filantrópicas, desprendidas, que nos administran y tutelan, y que sólo nos regañan cuando cometemos alguna travesura, generalmente política. Podemos ser ciudadanos, siempre bajo la condición de presentarnos como entidades vacías y sin historia. Sólo la sujeción a un Estado nos inviste de dignidad; sólo un Estado da sentido a nuestra ciudadanía. ¿Quién habló de derechos humanos? ¿Quién recuerda ahora, entre tanto impetuoso polemista, que los derechos de las personas no los crean las leyes sino que éstas tan sólo los reconocen? Los derechos, para el ciudadano desnudo, emanan de su adscripción al Estado, en un paradójico regreso a la servidumbre medieval, a la más innoble esclavitud. Curioso sentido de la modernidad el que hace depender toda la dignidad personal de un ente edificado sobre sangre, menos abstracto de lo que se pretende y, para los que aún nos importan estas cosas, tan feo.
El ciudadano que desean no tiene lengua propia, ni nación, ni historia, ni pasado. Es el individuo sin nombre conocido, sin tradición, ni religión, ni identidad. El ciudadano desnudo. El ciudadano sin atributos. El ciudadano en pelotas. Méndez de Vigo, un interesado estatalista, lo expresaba con claridad el otro día: para la Unión Europea no hay vasco, ni bretón, ni bávaro. Vaya, hombre: no dijo ni español ni alemán. Resulta curioso que esta guerra contra los sentimientos colectivos deja un solo títere con cabeza: el del Estado, precisamente aquel que primero debería agonizar, sobre todo si es que vamos, como dicen que dicen los que dicen, hacia una Europa unida.
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