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¿Poder duro contra poder blando?

Fue toda una coincidencia. Un fin de semana, no hace mucho, numerosos medios de comunicación mundiales mostraron una fotografía de un grupo de funcionarias electorales iraquíes que seguían contando las papeletas de las elecciones de Irak, todavía nerviosas, todavía atónitas, siendo partícipes de un acontecimiento histórico que sólo se produjo porque una enorme guardia militar impidió su desbaratamiento. Los periódicos y las pantallas de televisión mostraron también una segunda imagen, la de un gigantesco portaaviones estadounidense, el Abraham Lincoln, alejándose de la costa indonesia tras su destacado papel en la entrega de ayuda a Aceh y otras comunidades devastadas por el tsunami. Democracia, urnas, derechos de la mujer, misiones de rescate, reconstrucción de sociedades y ayuda humanitaria, por un lado; una formidable guarnición y un poderoso destacamento de portaaviones, por el otro. Poder blando y poder duro.

¿Por qué es esto interesante? Porque nos obliga a pensar en la naturaleza del poder en el caótico mundo actual. Cuando Joseph Nye, el distinguido catedrático de política de la Universidad de Harvard, comenzó a escribir sobre el "poder blando" hace más de una década, muchos consideraron que el término parecía insinuar un contrapunto -una antítesis, casi- al poder militar y económico "duro". Al igual que sucede con el aceite y el agua, no se deben mezclar. Cuando visité academias militares estadounidenses en la década de los noventa, escuché numerosas quejas de oficiales del Ejército y del Cuerpo de Infantería de Marina sobre sus nuevas funciones en los Balcanes y en otras partes. Insistían en que lo suyo no era la pacificación, que su papel era combatir, matar y vencer. Al mismo tiempo, muchas organizaciones no gubernamentales y organismos de la ONU y de derechos humanos expresaban su incomodidad siempre que las tropas de EE UU o de la OTAN eran desplegadas en una región afectada, ya que consideraban que minaba la naturaleza neutral y "civil" de su labor y levantaba sospechas entre los habitantes de que los trabajadores de la ayuda humanitaria eran colaboradores del imperialismo occidental. (Esta tensión todavía se da en Afganistán, y dichos argumentos no deberían rechazarse de plano).

Aun así, puede que sea necesario reevaluar en cierto modo todas estas ideas en vista de los recientes acontecimientos que demuestran que los poderes duro y blando se están unificando. Debido a que no podía llegarse por tierra a las aldeas y poblaciones devastadas de Indonesia, el único modo de llevar ayuda a cientos de miles de personas era con helicópteros transportados por mar. Australia, Japón y otros países enviaron buques de guerra a la zona afectada, pero el mayor donante fue, con diferencia, Estados Unidos, reflejo de las auténticas dimensiones del grupo de combate Abraham Lincoln y del número de helicópteros que podía proporcionar. En un momento dado había aproximadamente 15.000 unidades de personal militar estadounidense participando en la operación de rescate, convirtiéndola en la mayor acción de EE UU en el sureste de Asia desde la guerra de Vietnam. Incluso después de que el buque portaaviones abandonara la región, quedaron entre 4.000 y 5.000 unidades militares estadounidenses, de nuevo trabajando principalmente desde barcos frente a las costas. Éste es un hecho extraordinario, ya que estas operaciones de rescate se produjeron al mismo tiempo que el Pentágono reforzaba su ya numerosa guarnición en Irak, elevando el número total de soldados a unos 150.000 para crear un marco de acero dentro del cual los ciudadanos iraquíes pudieran acudir a las urnas, supervisados por esas funcionarias electorales y controlados por la ONU y otros organismos internacionales, generalmente muy vulnerables a actos de violencia terrorista. Sin el poder duro de las tropas aliadas y las tropas iraquíes, el proceso democrático indudablemente se habría sumido en el caos y la violencia.

Desde luego, habrá más violencia en Irak durante los próximos meses, hasta que la minoría suní se integre en el sistema político. Nadie lo niega. Pero lo principal es que la naturaleza curativa del poder "blando" -reconstruir comunidades, restaurar la electricidad y el agua, reabrir escuelas, ofrecer asistencia sanitaria- no puede funcionar en sociedades destruidas sin establecer de antemano la ley y el orden. El poderío militar y las obras civiles no deben ser vistos como algo mutuamente incompatible. En muchos lugares son coetáneos. Esto me lleva a otra idea más amplia, mientras me enfrento a la redacción del último capítulo de mi nuevo libro sobre cómo pensar acerca de las organizaciones mundiales (Naciones Unidas en particular) en el siglo XXI. ¿Sería posible avanzar hacia una especie de división tácita del trabajo cuando crisis futuras lleven a Estados fallidos, algunos de los cuales podrían de hecho ser muy grandes? Los puristas de la ONU, con su énfasis en la igualdad perfecta entre los Estados miembros, podrían enfurecerse. Los países en vías de desarrollo, siempre sensibles a cualquier indicio de colonialismo disfrazado, podrían aullar. Aun así, no hay nada en la Carta de la ONU que impida a distintos países realizar diferentes contribuciones; de hecho, el artículo 43 y algunos artículos relacionados prácticamente lo insinúan.

Por ello, si dejamos a un lado las pullas transatlánticas de que si los europeos vienen de Venus y los estadounidenses de Marte, queda claro que países concretos ofrecen donaciones concretas a una comunidad internacional que lucha por ayudar a las sociedades desmoronadas. Gobiernos y ONG de los países escandinavos poseen un fantástico historial en lo que respecta al desarrollo respetuoso con el medio ambiente. Latinoamérica proporciona buenos funcionarios civiles y diplomáticos internacionales. Sólo unas doce naciones aproximadamente -entre ellas, Australia, Francia, India, Polonia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos, y posiblemente a algunas más- (reconozco que esto puede molestar) poseen fuerzas armadas verdaderamente profesionales con capacidad armamentística y de transporte, y una dilatada experiencia en misiones de paz para ser desplegadas contra los "malos", ya sean jefes militares locales o Estados canallas. Por extensión de este esquema de división del trabajo, podríamosseñalar que ciertos organismos de la ONU y algunas ONG funcionan bien a la hora de proporcionar ayuda inmediata para los desastres (el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, Médicos Sin Fronteras, diversos programas alimentarios), mientras que otros se centran en la reconstrucción más a largo plazo (Banco Mundial).

En la actualidad, ésta no es una idea frívola o extravagante. Naciones Unidas ha sido maltratada en numerosos frentes durante los últimos años; esos golpes oscilan desde ciertos reveses en misiones de paz a mediados de la década de los noventa a la airada disputa del Consejo de Seguridad sobre la decisión estadounidense de ir a la guerra contra Irak, pasando por los recientes escándalos del Programa Petróleo por Alimentos. Sea cual sea la validez de las críticas, el hecho es que el organismo mundial necesita demostrar que está equipado y listo para enfrentarse a nuevos retos que se le vienen encima a la comunidad internacional, ya sea en forma de desastres naturales o de conflictos étnicos. El idear de antemano una mejor división de las tareas del poder duro y blando podría ser una precaución sensata. Después de todo, cuando sus padres fundadores redactaron la Constitución de la ONU, hace unos sesenta años, tenían bastante claro que distintos componentes de la máquina (el Consejo de Seguridad, por un lado, y el Consejo Económico y Social, por otro) desempeñarían funciones diferentes, aunque trabajando hacia objetivos comunes. De modo que, ¿por qué no dar un paso más, nación por nación? El león puede sentarse con las gacelas. Y los portaaviones pueden ayudar a los equipos médicos. Sólo se necesita previsión.

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