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Columna
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Por cierto, la risa

No son buenos tiempos para la risa. ¿O sí? Un coche bomba-carnicero en Beirut, un asesino en Basauri con rifle y mira telescópica -¿recuerdan al pobre Oswald?-, Bush gobernándonos, la diaria carnicería en Irak y Palestina-Israel; y siempre, siempre en África -verdaderas sangrías de nuestra civilización-. Un edificio a demoler en Madrid (dinero después de todo). ¿Buenos tiempos para la risa? Hay quien lo afirma con cinismo. Aquello de -lo recuerdo- "Alegre y combativo", o su actual versión de Epaiketen aurka, gazte eta errebelde... (no lo soporto).

Recuerdo a Labordeta, sí, lo recuerdo: "Somos / como esos viejos árboles / que cubren contra el viento / la sombra del hogar...). No es cosa de risa, es miseria humana, un terreno que desterrar ("a galopar / hasta enterrarlos en el mar") y descartar en nuestras andanzas.

No, en serio, hablo de risa, risa de la buena, sana y humana. ¿Son acaso, me pregunto, todos los tiempos buenos para sonreír..., incluso para reír? Dicho lo dicho, yo creo que sí. Mejor reír que llorar, dice la máxima popular. Pero vivimos situaciones dramáticas; las padecemos en segunda y muchas veces en primera persona. ¿Reír ante ello? Nada de sarcasmos, simplemente reír. Creo que sí.

Hace unos años (1993) dieron el Cervantes a Dulce María Loinaz. Una mujer, de buena familia cubana, poeta, que mantuvo correspondencia con Federico García Lorca. Lorca escribió El público en la finca de su familia (un manuscrito misterioso, que uno de los hermanos de Dulce, enloquecido, quemó en uno de sus ataques; ahora, afortunadamente, repuesto por el director teatral Lluìs Pasqual). Dulce, a pesar de gozar de un amplio prestigio internacional, vivió siempre, vivió su vida, en el barrio habanero de El Vedado.

Estimaba que "es más bien la tierra la que reclama al escritor" y no al contrario. En su conferencia de entrega del Cervantes citó a su padre, Memorias de la guerra, Enrique Loynaz del Castillo. En ella se cuenta cómo éste, insurrecto, recorriendo la ciénaga de Zapata, cerca de Matanzas y La Habana, durante la campaña de 1895 (guerra de emancipación, antes del hundimiento del Maine y la intervención norteamericana), se encontró en un claro del bosque con un oficial del Ejército español dormido. Apoyaba su cabeza en un libro (podría ser una idea, lo digo con la mayor consideración, para una novela de Javier Cercas).

El oficial, asustado -natural-, huyó dejando el libro. Era, mira por donde, El Quijote. Enrique continuó su marcha "por la inhóspita zona, mi padre -dice Dulce- y sus compañeros se extraviaron. Y, tras caminar un buen trecho, rendidos de fatiga, se sentaron en el tronco de un árbol derribado. Mi padre -es Dulce María- abrió el libro y empezó a leer para sí, y luego se interrumpió con risa que no ha podido contener. "¡Siga, siga riendo!", dijeron los otros, "que esa risa nos hace pensar que ya usted encontró el modo de salir de este infierno".

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Resulta que sí, salieron de aquel infierno. Nosotros vivimos otro infierno hecho de bienestar-a-plazo-fijo. No es cosa de risa sino de pena. Pero riámonos.

Dice Sánchez Ferlosio que la simpatía, una corruptor del buen talante, "es una variable risueña, edulcorada, aduladora, impúdica, agresiva y lela -y no me cabe más- de la buena educación". Más o menos, podemos estar de acuerdo.

Estamos, sí, en una ciénaga, camino a ninguna parte (plan Ibarretxe). Es así. Solamente la ironía, el buen talante y el humor nos llevará más allá. Y la risa. Pero "es mucha sandez además la risa que de leve causa procede;...". Es mucho más digna y más honda que la de quienes se ríen de él. Es don Quijano o Don Quijote. No cabe decir más.

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