La reinvención de Europa
Hagan, por favor, un esfuerzo de imaginación. Retrotráiganse a la madrugada del 8 de junio de 1945 -el día siguiente a la rendición incondicional del Ejército alemán- y piensen en lo que hubiesen visto aquella mañana si hubiesen sobrevolado Europa desde el Báltico a Gibraltar y desde Gran Bretaña a los arrabales de Moscú. ¡Que destrucción, desolación y muerte! Ciudades arrasadas, desde Coventry a Dresde; campos de batalla calcinados, desde Stalingrado a Normandía y desde Montecasino a las Ardenas; centros de exterminio e ignominia, desde Auschwitz a Treblinka; puentes volados, vías férreas levantadas, carreteras cortadas, campos yermos, fábricas destruidas, iglesias profanadas, escuelas vacías y obras de arte desvanecidas. Y ponderen, por último, el sufrimiento infinito de los hombres y las mujeres que vivieron aquel infierno y, en tan alto número, perecieron en él. Los caídos en combate, los masacrados en las fábricas de la muerte, los perseguidos, los humillados, los desplazados, las familias escindidas, los derechos vulnerados, la dignidad humana escarnecida y la inocencia mancillada. Seguro que si fuese posible condensar en un solo grito de dolor la serie infinita de exclamaciones de angustia que se alzaron al cielo de Europa aquellos pavorosos años, la intensidad del alarido colectivo resultante sería tal que se extendería por todo el orbe y quedaría en suspenso la actividad humana, acometida por un invencible sentimiento de pavor y pena.
Antes de decidir, todos deberíamos recordar de dónde venimos y por qué ha sido necesario reinventar Europa
Pero lo terrible de este desastre colectivo europeo es que se trata de un caso de reincidencia. Hacía poco más de veinte años que se había cerrado -con un falso armisticio- la I Guerra Mundial, que alcanzó también niveles de vesania que provocan escalofrío. Estos días se proyecta en Barcelona una película, Largo domingo de noviazgo, que refleja con crudeza la vida en las trincheras y narra la historia de unos pobres soldados franceses condenados a muerte por automutilarse para escapar de aquel horror y que, en lugar de ser fusilados, fueron abandonados en tierra de nadie.
No es extraño, con estos antecedentes, que ya durante los años de la II Guerra Mundial se abriese paso la idea de que no debía repetirse algo igual. Fue evidente, dice Hannah Arendt, que el sistema clasista de la sociedad europea no podía mantenerse ni en la forma feudal del Este ni en la forma burguesa del Oeste. De hecho, el Estado nacional ya no representaba al pueblo, ni estaba en condiciones de garantizar la seguridad interior y la paz exterior. Los Estados nacionales se habían convertido en instrumentos al servicio de la política imperialista de sus núcleos dirigentes. Por eso los movimientos europeos de resistencia se iniciaron en círculos pacifistas. "Esos movimientos de resistencia", escribe Arendt, "nacieron una vez los nacionalistas de todos los matices ya habían tenido su oportunidad de convertirse en colaboracionistas, de manera que el giro casi necesario de los nacionalistas hacia el fascismo y la sumisión de los chovinistas frente al invasor extranjero quedaran demostradas ante la población", con la espléndida excepción de De Gaulle, a quien Arendt califica de "nacionalista pasado de moda". En resumen, los movimientos de resistencia surgieron a resultas de dos causas: 1. El derrumbamiento del Estado nacional, reemplazado por los gobiernos colaboracionistas. 2. El desprestigio del nacionalismo como fuerza motriz de las naciones. Por ello, todos estos movimientos de resistencia hallaron pronto una consigna que condensase su ideario. Esta consigna fue Europa. Las palabras que George Bidault, jefe de la resistencia francesa, dirigió después de la liberación de París a los soldados alemanes heridos expresan de modo exacto y magnífico los sentimien-
tos de quienes lucharon contra los nazis. Dijo así: "Soldados alemanes, soy el jefe de la resistencia. He venido para desearles un rápido restablecimiento. Ojalá se encuentren ustedes pronto en una Alemania libre y en una Europa libre".
Sobre esta base, un grupo de europeos -Monnet, Schuman, De Gasperi, Spaak...- comprendió que el futuro en paz del Viejo Continente pasaba por la reinvención de una Europa unida y regida por los principios básicos de libertad y justicia que informan su tradición y vertebran su cultura. Y de esta visión -compartida por la socialdemocracia y el humanismo cristiano- surgió el esfuerzo por desarrollar y consolidar el Estado de bienestar, así como para promover y hacer efectiva la unión de los pueblos europeos. Estado de bienestar y Unión Europea. Ésta es la fórmula que ha hecho posible, medio siglo después de su adopción, que nuestra generación de europeos sea la primera que no ha ido a la guerra desde no se sabe cuándo. Su éxito ha sido enorme, como lo prueban las sucesivas ampliaciones de la Unión, que incluye hoy a 25 países y 450 millones de ciudadanos. Y ha sido precisamente la última ampliación la causa de la urgente necesidad reformar el gobierno de la Unión, de modo que se facilite la toma de decisiones recortando el derecho de veto y se proceda a un nuevo reparto de poder, en el que el peso de cada país esté en función de su población. Hay otros avances, pero la causa determinante ha sido cambiar el sistema de adopción de acuerdos, para que la Unión no quede bloqueada.
Se nos pide el sí a esta reforma. Cada cual decidirá según sus ideas y creencias. Esto es Europa. Pero, antes de decidir, todos deberíamos recordar de dónde venimos y por qué razón ha sido necesario reinventar Europa.
Juan José López Burniol es notario.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.