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Reportaje:Universidad

Prácticas de solidaridad

Tres alumnos de la UPV relatan su aprendizaje en proyectos de cooperación al desarrollo

La convivencia con la realidad en que una persona desea desarrollar su vida profesional ofrece una visión mucho más certera de la que se puede obtener en las aulas y las clases teóricas. Las prácticas académicas permiten vivir esta experiencia como un apartado más de la formación del alumno, y de ahí su carácter obligatorio en muchas de las titulaciones -Magisterio, Trabajo Social, Medicina, Enfermería,...- en las que el contacto con otras vidas es básico. Si esta vivencia se produce además en países sumidos en la pobreza y en los que cualquier necesidad básica se convierte en un lujo, su relevancia se multiplica.

Esto es lo que le ha sucedido a Cristina Villamil, una joven estudiante de Educación Especial de la UPV que ha optado por realizar sus prácticas obligatorias en Baneghang, un pueblo del oeste de Camerún en cuya guardería, creada por la ONG Haurralde y la organización local Affamir, intentaba enseñar a leer a niños pequeños.

Villamil obtuvo el año pasado una de las becas que concede la oficina de cooperación al desarrollo de la universidad pública, en colaboración con Euskal Fondoak, para que los estudiantes que lo deseen realicen sus prácticas en proyectos de ayuda en países pobres. Su objeto no es precisamente sufragar una suerte de turismo académico. De hecho, el estudiante interesado debe superarse un proceso de selección y de formación con la ONG titular del proyecto en el que se inscriba y los 750 euros de la dotación de la beca apenas cubren el seguro y parte del billete de avión. El resto corre del bolsillo del propio alumno que, por lo general, convive con la población en la que recala, algo que, a juicio de Villamil, es uno de los mayores atractivos.

"La experiencia ha sido excelente, no hay otra palabra más alta, y altamente recomendable. Me gusta, sobre todo, porque vives entre la gente y ellos te tratan como uno más. Tuve la gran oportunidad de estar sentada en sus bancos alrededor del fuego pelando cacahuetes, que ellos vendían al día siguiente en el mercado, mientras esperábamos que el koki [alimento preparado con judías blancas, aceite de palma y condimentos, cocido en hoja de plátano y servido con bananos asados] se hiciera", recuerda la joven.

Esta alumna ha podido comprobar de primera mano que su preparación, todavía incompleta, resulta de gran utilidad en zonas en las que en un campo como el suyo, la pedagogía, todavía "falta mucho por hacer".

Mikel Armada, bilbaíno de 21 años, también ha tenido que superar la escasez de medios para impartir durante tres meses clases de refuerzo a niños y adolescentes de la provincia nicaragüense de León dentro de un proyecto a cargo de una organización local. "Para mí es muy importante trabajar en un programa que lo desarrollan personas del propio país. Estoy totalmente en contra de ir como de turismo de voluntariado, que es algo que está muy de moda y he visto más de una vez en el tiempo que he pasado allí", indica.

Otra visión

Lo que más sobresale en el balance personal de este estudiante de Educación Social nace de lo que ha podido aprender más que de lo que podido enseñar. "He logrado una visión totalmente distinta de Centroamérica. El hecho de vivir el día a día te da otro punto de vista. Aquí sólo se ve cuando se produce un huracán... es todo muy fatalista. Es verdad que la situación no es fácil y resulta duro verlo, pero la gente tiene esperanza", destaca.

Miren Edurne Oñatibia aún no ha llegado a Santo Domingo, el destino de sus prácticas universitarias. El próximo domingo vuela hacia ese país caribeño para ayudar a poner en marcha una escuela, algo muy alejado del objetivo lúdico de la mayoría de visitantes europeos que recibe la República Dominicana. "Ya nos han advertido de que nos quitemos la idea de que vamos de vacaciones. Todavía no me hago a la idea de lo que me voy a encontrar allí. Voy sola y supongo que se me hará bastante duro, pero me apetece ir allí y ayudar", asegura Oñatibia.

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