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Columna
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La medida de la felicidad

Rosa Cullell

Tenemos días para todo. Las verbenas y el fin de año, para armarla bien gorda y beber ríos de champán. La Navidad para estar en familia, regalar a destajo y deprimirnos. Y tenemos el día de la madre, el del padre, el de los libros, el de los trabajadores, el de los enamorados... Pero luego resulta que llega San Valentín (ayer) y te pilla sin nadie a quien regalar un corazón de azúcar, con lo que la celebración se te atraganta, te sientes desgraciado y deseas que el puñetero día de vino y rosas acabe cuanto antes. Total, piensas, con la buena salud que tengo y un sueldo fijo con varios trienios ya cumplo con dos de los tres pilares clásicos de la felicidad. Pero la felicidad es un número complejo. Tiene medida.

El Time, una revista seria y poco sospechosa de frivolidad, ha empezado a hablar de la ciencia de la felicidad. Investigadores de todo el mundo buscan los genes que nos hacen alegres o tristes; sociólogos y psicólogos proponen tests y preguntas para saber si somos felices, y la industria farmacéutica dedica millones de dólares a producir píldoras que mejoren la recaptación de serotonina y nos devuelvan las ganas de vivir. No podemos seguir tirando sin conocer nuestro nivel de satisfacción. Ya no basta con sentirla. El test oficial de la felicidad, publicado por la Universidad de Illinois, consigue, con sólo cinco preguntas, saber cómo te va la vida. Si sacas entre 31 y 35 puntos, eres un ser extremadamente satisfecho. Por debajo de 15, tu vida deja bastante que desear. Si no llegas a 10, es un desastre.

Después de un montón de años de investigación, en California han concretado los ocho peldaños del camino de la satisfacción personal. Resulta, como ya sabíamos, que el dinero no da la felicidad; la salud, cuando la tienes, no parece suficiente, y el amor ayuda, aunque tiene altibajos y no es del todo fiable. El factor imprescindible para ser feliz es tener familia, de las que se llaman y celebran las fiestas juntos, y amigos, cuantos más mejor. Aun y con eso, la felicidad no está asegurada ni en el mejor de los casos. Hasta el 50% de nuestra alegría proviene de nuestros genes, pura herencia. Nuestros padres no sólo nos dejan una buena educación y el apartamento de la playa. El vaso está medio lleno o medio vacío dependiendo de la alegría de papá o de la melancolía de la abuela materna.

Hay otras tablas. Son más de estar por casa y cada uno tiene la suya. La felicidad, según un directivo catalán amigo mío, tiene un número: 8,2. Esa es la presión mínima que ha conseguido, a los tres meses de jubilarse, después de dos infartos y un mes en la UVI. Llevaba años intentando bajar de 9. El cardiólogo le dice que es una medida de supervivencia. Él cree que es mucho más, piensa que es la medida de su felicidad.

Ocho es un buen número. Ocho son las horas que harían feliz a mi compañera de gimnasio si consiguiera dormirlas de un tirón, pero para ello necesita dos pastillas. Y luego otra, de buena mañana, para despertar y ponerse en marcha. Me lo cuenta en la cinta de correr, mientras intenta relajarse de una jornada larguísima, de 10 horas, que continuará en casa, con los deberes de los niños.

Para otros seres afortunados, la dicha no tiene número. A veces tiene olor. El de los libros, el del café recién hecho o el del pelo de alguien a quien acaban de conocer. O gusto. Como el de aquella paella con verduras que comieron en Altea hace unos años y que, en los momentos más absurdos, vuelve al paladar y les hace sentir bien. La felicidad, para ellos, es un plato de arroz.

También están los no creyentes. Sólo creo, dicen muy convencidos, en momentos felices. Y añaden resabiados: "La felicidad completa no existe". Los más sofisticados llenan la felicidad de citas, que te suenan pero no sabes si las has leído en un libro o en una valla de Coca-Cola. Hay unos pocos que piensan que este mundo es un desastre y encuentran motivos que les dan la razón. Y, finalmente, están los que siempre andan queriendo marcharse. Poetas malditos, amas de casa de mirada huidiza, personas dulces y siempre tristes, hombres imposibles, mujeres guapas con ojeras, viejos cansados, jóvenes hartos... Gente sin medida de la felicidad, incapaz de sobrevivir. Espero que hayan superado San Valentín y su festival de corazones.

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