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Tribuna:REFERÉNDUM EUROPEO | Medio Ambiente
Tribuna
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Responsabilidad hacia la Tierra y las generaciones venideras

Subraya el autor el compromiso por la conservación del medio ambiente que impregna la Constitución europea.

Antxon Olabe

Visto desde el espacio, el territorio de la Unión Europea es poco más que un apéndice en el gran continente euroasiático. Es el lugar en el que apenas viven siete de cada cien habitantes de la Tierra. En ese pequeño rincón del planeta, algo importante está ocurriendo. Por primera vez, desde la creación de las polis griegas, ciudadanos están escribiendo en su frontispicio constitucional, en la carta magna por la que solemnemente crean y articulan su espacio público, que se sienten responsables hacia la Madre Tierra y hacia las generaciones venideras de seres humanos.

Por ello me ha llamado poderosamente la atención que llamen a votar en su contra personas que se manifiestan comprometidas con una Europa ecológica. Esa negativa surge de una actitud, como diría Nietzsche, "humana, demasiado humana". Consiste en comparar la realidad tal y como es con un ideal de perfección inalcanzable, al que por definición nunca se llega y que produce, inevitablemente, reacciones de desencanto y frustración. Es una actitud que tiende a olvidar el hecho básico de que las sociedades reales son fruto de equilibrios entre diferentes sensibilidades, grupos de interés, prioridades y objetivos. Es sencillamente impensable que una Constitución en la que hemos de reconocernos 455 millones de personas de 25 Estados miembros pueda hacerse sin realizar concesiones en múltiples direcciones. Por ello, es imprescindible mantener una perspectiva amplia sobre lo que significa esta Constitución.

El concepto mismo de desarrollo sostenible se sitúa en el centro del proyecto europeo

La Unión Europea representa a comienzos del siglo XXI la apuesta más innovadora, audaz y visionaria en el campo de la gobernanza de cuantas se están desarrollando a nivel internacional. Los centros de poder existentes en la actualidad han surgido vinculados a la configuración de los Estados-nación. Son centros anclados en un sentido profundo de la territorialidad. Su discurso central busca renovar una y otra vez un sentimiento de poder, de autoafirmación, frente a los demás. Si se me permite la expresión, diría que su visión y su logos surgen desde lo que la neurología evolutiva denomina el cerebro reptiliano -lugar del cerebro profundo filogenéticamente relacionado con los instintos básicos de territorialidad, reproducción y agresión- y se articulan en una dialéctica excluyente del nosotros frente a ellos. Desde esa visión y desde ese discurso se formulan y despliegan políticas internacionales definidas como juegos de suma cero en los que, para que mi Estado-nación gane, otro ha de perder o viceversa. El actual modelo agresivamente militarista, unilateral y dominante estadounidense supone un ejemplo claro de ese paradigma.

El proceso de creación de la Unión Europea supone en su núcleo mismo un modelo diferente. Ahí reside la originalidad e importancia histórica del experimento. Durante la primera mitad del siglo XX, los Estados-nación europeos llevaron al límite su historia secular de enfrentamientos, acicateados por la mencionada dialéctica territorio-poder/ amigo-enemigo. Tras hundirse en el más profundo y oscuro de los abismos, el sueño de una Europa unida surgió como reacción a la crisis que supusieron las dos guerras mundiales libradas en gran medida en su propio territorio.

Fruto de esa experiencia se ha ido configurando a lo largo de las cinco últimas décadas una nueva constelación de visiones, valores, objetivos e instituciones. La fuerza motriz material tras el proceso de creación de la Unión ha sido, sin duda, la necesidad de configurar un espacio económico suficientemente poderoso como para desempeñar un papel relevante en una economía mundial que se internacionaliza y unifica a marchas forzadas. En un mundo que se encaminaba hacia una población de 6.000 millones de habitantes en el cambio de milenio, los países europeos aisladamente considerados carecían de demografía y geografía para tener un peso relevante en la arena internacional.

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La fuerza motriz espiritual del proceso ha sido la defensa de unos valores y derechos que representan el florecimiento y maduración de lo mejor que ha surgido en la civilización europea desde el Renacimiento hasta las conquistas sociales, de género y ecológicas del siglo XX, pasando por la Ilustración y el Romanticismo. Así, la Europa constitucional consagra su razón de ser en los valores de libertad, democracia, paz y dignidad del ser humano, y eleva al máximo rango legal la igualdad de género, la defensa y solidaridad hacia los desfavorecidos, el desarrollo sostenible, la protección de los niños y las niñas, la prohibición de la tortura y de la pena de muerte en todo tiempo y lugar. De esa manera, la UE se configura políticamente como un espacio transnacional basado en valores universales y, por lo tanto, representa una evolución en la conciencia humana respecto a los Estados-nación y su sentido de la identidad articulado por oposición hacia el otro.

En ese contexto, afirmar como ha hecho José Vidal-Beneyto (EL PAÍS, 6 de noviembre 2004) que "Europa renuncia a ser la conciencia ecológica del mundo y el verdadero impulsor del desarrollo sostenible " para justificar el voto negativo a la Constitución es sencillamente un disparate. Treinta y dos años de programas ambientales, un corpus de más de 300 normas específicamente dirigidas a la protección del medio natural, del medio ambiente y del desarrollo sostenible, el liderazgo internacional indiscutible en áreas extraordinariamente sensibles como el cambio climático, la biodiversidad o las energías renovables, avalan una trayectoria de responsabilidad ambiental que encuentran su culminación en la Constitución.

Una vez ratificada ésta, el concepto mismo de desarrollo sostenible se sitúa en el centro del proyecto europeo, apostando por un modelo basado en un desarrollo económico equilibrado, una economía social de mercado y un nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente. La Constitución reconoce como principio básico la necesidad de integrar la dimensión medioambiental en todas las políticas europeas, lo que supone darle el máximo reconocimiento a la principal línea estratégica de la política ambiental europea de los últimos años. Otorga un papel relevante, como ninguna otra constitución del mundo, a las organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa del medio ambiente en la consulta y diálogo sobre las políticas ambientales. Defiende la eficiencia, el ahorro energético y las energías renovables como elementos clave de la política energética europea.

Para quienes nos sentimos ciudadanos de la Tierra es una satisfacción íntima y profunda ver que la Constitución Europea es la primera en la historia de la humanidad que asume explícitamente la responsabilidad hacia la Tierra y hacia las generaciones futuras, elevando el concepto de desarrollo sostenible a la categoría de principio fundamental y fundacional. Ese hecho sin precedentes tiene, en mi opinión, una importancia simbólica equivalente a la que tuvo en los años sesenta y setenta del pasado siglo XX las primeras imágenes de nuestro planeta enviadas por las misiones espaciales.

Como brillantemente describió en 1986 el informe de las Naciones Unidas Nuestro Futuro Común, la imagen de la Tierra vista desde el espacio exterior impactó con fuerza de manera positiva el universo simbólico de la humanidad. Nos ayudó a ver que las fronteras son sólo un constructo humano, líneas ilusorias surgidas en las mentes de los hombres para forjar identidades grupales con las que afianzar la territorialidad biológica y conjurar el miedo existencial. Nos ayudó a comprender que en la naturaleza y en la vida no existen fronteras, que la Tierra es nuestra casa común.

El hecho de que hoy día 455 millones de seres humanos declaren su sentido de responsabilidad hacia la Madre Tierra y hacia las generaciones venideras es un hito de enorme transcendencia en la lucha por un mundo sostenible. En estos tiempos difíciles, ese hecho envía en sí mismo una poderosa señal de esperanza a toda la humanidad.

Antxon Olabe es economista ambiental.

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