Irak, a la espera
Los resultados de las elecciones celebradas en Irak el pasado 30 de enero, que debían haber sido proclamados esta semana, se hacen esperar. Dos semanas después de la histórica fecha, no se sabe siquiera la tasa de participación, para la que se barajaron desde el 72% hasta un 50%. Las autoridades justifican el retraso en la comprobación de una muestra de 300 urnas -de un total de 5.200 colegios electorales- que se supone fueron rellenadas fraudulentamente, particularmente en el norte del país. Es evidente que las condiciones de violencia y ocupación no se prestan a la mayor pureza democrática, pero urge ya presentar un resultado lo más fidedigno posible.
Aunque se prevé una holgada victoria de la Alianza Unida Iraquí, esencialmente chií y apadrinada por el ayatolá Sistani, no es lo mismo que lo logre con más de la mitad de los votos y con una amplia participación que con otra menor. El segundo puesto está prácticamente garantizado para la alianza kurda, y sólo en tercer lugar llegaría la formación del actual primer ministro designado por EE UU, Iyad Alauí, que pasaría a encabezar la oposición en el chiísmo.
Pese al diagnóstico de Donald Rumsfeld en su visita sorpresa del viernes a Irak, según el cual las fuerzas locales son cada vez más capaces, los hechos lo desmienten. Los primeros días tras las elecciones, en que se reforzó la seguridad, vieron una reducción de los atentados contra iraquíes y soldados estadounidenses. Pero la violencia incontrolada ha vuelto a resurgir en ese laboratorio del terrorismo en que se ha convertido Irak. En dos días, más de cuarenta personas han muerto en ataques suicidas. En esta situación el retraso en el recuento o la frustración de una parte de la minoría suní, la gran perdedora del cambio, no contribuye a calmar los ánimos.
Sean cuales fueren los resultados de unas elecciones para la Asamblea de la que han de salir nuevo Gobierno y nueva Constitución, está claro que el nuevo hombre fuerte de Irak es el gran ayatolá Al Sistani, que nadie ha elegido, pero que tiene en su mano la autoridad que le otorga la religión. Ha comenzado una inevitable transferencia de poder desde los suníes a la mayoría chií. Esta nueva supremacía, y la teórica esperanza que supone para un país devastado, sólo se consolidará si los chiíes tienen el buen sentido de negociar alianzas con otros grupos étnicos y religiosos.
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