Estados Unidos y las elecciones en Irak
Estados Unidos se ha dado quizá demasiada prisa en mostrar su satisfacción por las elecciones iraquíes. La buena noticia ha sido, sin duda, la afluencia de kurdos y chiíes; pero los resultados conocidos no parecen excesivamente reconfortantes para el preferido de la Casa Blanca, el primer ministro Alaui. La que está obteniendo un amplísimo triunfo, según el estado actual del recuento, es la lista bendecida por el ayatolá Sistani. Y las filas de los recelosos empiezan a aumentar, después de oír las declaraciones de los dirigentes chiíes sobre la sharía -la ley islámica-, que será la base principal de la legislación iraquí. Ante todo esto, hay que preguntarse si los estadounidenses no habrán jugado a aprendices de brujo para acabar por abrir la caja de Pandora.
Sin embargo, la situación es más compleja de lo que pensaban los observadores y comentaristas. Por una parte, en Estados Unidos, los neocons creían que la democratización de Irak podía hacerse desde arriba, a base de destruir el partido Baaz y derribar la estatua de Sadam, como ocurrió con las de Stalin y Ceausescu. Estaban convencidos de que de las ruinas de la dictadura surgiría espontáneamente una sociedad democrática. Pero la sociedad iraquí, en 2003, había sufrido 12 años de embargo y estaba profundamente dividida -para tener acceso a los preciados recursos de los que carecía- con arreglo a líneas confesionales y tribales, centradas en las mezquitas que garantizaban los servicios esenciales, o las mafias que obtenían los artículos en el mercado negro.
La desintegración del Estado de bienestar de Sadam, que se apoyaba en el petróleo, provocó la reaparición de las identidades primordiales que constituían los puntos de referencia civil y cultural de la población iraquí y que habían desaparecido durante las guerras contra Irán y Kuwait y durante el embargo internacional.
No es de extrañar, por tanto, que en ese contexto sean los religiosos chiíes, manipuladores por excelencia de las identidades primordiales, quienes hayan vencido en las primeras elecciones libres. Además, la negativa de los religiosos suníes a acudir a los colegios y el clima de violencia en Faluya y otros lugares obligaron a los electores chiíes, precisamente para hacerse perdonar su afluencia masiva a las urnas, a emitir un voto de protesta contra el primer ministro deseado por Washington.
¿Se puede pensar que las declaraciones del entorno de Sistani quizá vayan a sumergir Irak en un "síndrome de Irán"? Hay numerosos elementos que empujan a pensar que no. En primer lugar, a diferencia de Irán, Irak no es un país homogéneo, y la aplicación de la sharía bajo el control de los chiíes supondría la secesión del Kurdistán (suní) y la insurrección definitiva de las zonas árabes suníes.
Además, el ayatolá Sistani, pese a ser de origen iraní, siempre ha rechazado la concepción de Jomeini de que los religiosos debían gobernar, que es la base de la teocracia en Irán. Hoy, el principal reto que afronta Irak es el control de los posibles recursos petrolíferos -cinco millones de barriles diarios- contenidos en el subsuelo. Durante más de ochenta años, la gestión de esos recursos estuvo en manos de los árabes suníes. Ahora, los estadounidenses se los han ofrecido a los chiíes (que representan más del 60% de la población), en un gesto que concilia la mayoría política con la demográfica. Ahora bien, si los chiíes abusan de su poder, correrán el riesgo de que estalle el país; y si eso ocurre, perderán todo el control de la producción de petróleo. Por eso, a pesar de las declaraciones de los dirigentes religiosos chiíes, el realismo político de la burguesía chií acabará por convencer a los vencedores de que alcancen los acuerdos necesarios para no matar la gallina petrolífera de los huevos de oro.
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