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Tribuna:
Tribuna
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Carta abierta a un euroescéptico

Mi buen amigo: discúlpeme que le ponga estas letras a la vista de que se nos echa encima el referéndum sobre la Constitución europea y el ambiente está aún más gélido de lo que sería de esperar en estos días invernales. E intuyo que usted, con todo derecho -no faltaría más-, se ha sumergido en el escepticismo y se pregunta por qué votar a favor de una Constitución que ni logra leer entera dada su prolijidad, ni entiende bien por su complejidad, ni ve que sea objeto por estos lares de debate público mínimamente esclarecedor. Así es que usted, según me temo, duda sobre si hacer cola ante la urna o, si se decide a acudir a depositar su voto, optar por la papeleta del "no", quizás para dar un varapalo en la cresta a esos políticos que suscriben la iniciativa, pero en los que no se anima a confiar plenamente.

Vaya por delante que le respeto muy de veras. Lo de dudar es cosa de sabios. Contaba Zubiri una deliciosa anécdota relativa a Husserl. Un día los alumnos de éste vieron a la puerta del aula un anuncio que rezaba así: "El profesor Husserl comunica a sus alumnos que hoy no podrá dar su clase porque no ha terminado de ver claramente el tema que les había de explicar". En su curso el gran filósofo se movía arriesgadamente, sin temor al desprestigio, en la docencia de dudas y problemas, auténtico pórtico de toda reflexión sosegada y de conclusiones certeras y ecuánimes. Porque, a la postre, Husserl, tras dudar, siempre se comprometió con las cuestiones de su tiempo.

Admitamos como punto de partida +que este Tratado puede ser acreedor de más dudas que entusiasmos, entre otras causas, porque no se ha redactado entusiásticamente por ningún sector sociopolítico de nuestra vasta y compleja Europa. A esta llamada Constitución (hasta sobre su naturaleza jurídica cabe albergar serias dudas) le sucede lo que a la mayoría de los grandes textos políticos de la historia; que para su gestación todos han tenido que hacer concesiones para que el resultado pueda ser asumido por todos. A nadie le gusta por entero para que a nadie le disguste ampliamente. Dicho en otras palabras, estamos en presencia de un texto de compromiso que se caracteriza por que su extensísimo articulado establece una mera Constitución de mínimos.

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A los que somos europeístas desde que tenemos uso de razón, si le he de confesar la verdad, esta Constitución nos sabe a poco, pues es esencialmente una codificación, que incorpora avances, aunque muy parcos, respecto de la situación precedente. Pero ello a nadie puede extrañar. Estamos ante un texto pactado con los gobiernos europeos más euroescépticos y por ello ha resultado de aplicación la vieja máxima de la Marina según la cual la flota navega a la velocidad del buque más lento. Cabe decir, consecuentemente, que, a diferencia, por ejemplo, de la implantación del euro, esta Constitución es un paso hacia la construcción europea de modesto alcance, aunque en la dirección correcta y dotado de la máxima solemnidad.

No sé bien cuáles son sus miedos ante el trance del referéndum. Pero si usted teme que en los entresijos de esta Constitución venga a hurtadillas un manojo de nuevas obligaciones tributarias puede estar bien tranquilo porque, aunque las asambleas medievales nacieron para discutir y aprobar unos impuestos que no se querían dejar en manos del rey y de su corte, el Parlamento Europeo permanecerá huérfano de toda competencia en política fiscal. Y si usted se teme que su bolsillo va a pasar a soportar parte de los costes de algún moderno y caro ejército europeo, puede también relajarse porque esta Constitución no dedica una sola palabra a posibles Fuerzas Armadas europeas. Como le decía, escasas novedades y muy contados pasos adelante, que si pecan de algo es de excederse en la práctica de la virtud de la prudencia.

Llegados a este punto intuyo que mis desordenados párrafos anteriores puedan interpretarse en el sentido de que si se trata de apoyar un paso tan discreto para qué molestarse el día del referéndum. Sin embargo, querría llevar a su ánimo una reflexión bien diferente. A nadie se le oculta que en la civilización del confort en que estamos inmersos lo más cómodo es quedarse en casa a resguardo de las inclemencias del tiempo. Pero la desidia, la pereza o la galbana -que se decía familiarmente en Castilla- no son precisamente grandes virtudes cívicas. Estoy seguro de que usted, como casi todos, se ha quejado alguna vez de que la construcción de Europa es algo que mangonean políticos y burócratas, sin contar gran cosa con la ciudadanía. Bastante hay de cierto en este llamado déficit democrático. Sin duda se ha de lograr que en la andadura de este camino pese más la opinión pública. Pero convendrá usted conmigo en que para una rara vez en que se nos consulta no nos podemos refugiar en una abstención comodona, salvo que busquemos que no nos vuelvan a preguntar ni la hora en dos o tres décadas. Ello sería tirar piedras contra nuestra propia queja.

Puestos a ir a votar, habrá obviamente que asumir la opción entre el "no" y el "sí". No sé cuál es su sensibilidad particular, pero la de buena parte de los euroescépticos es proclive al "no" porque temen que muchas decisiones políticas que hoy se toman en sedes nacionales pasen a adoptarse en las comunitarias. Es más, me barrunto que entre los euroescépticos de nuestros nacionalismos periféricos pasa otro tanto respecto del temor a ver reducidas las atribuciones de sus poderes autonómicos. Todo ello guarda relación con sentimientos dictados por el corazón y, por consiguiente, merece nuestro respeto. Ahora bien, si nos esforzamos por arrojar luz racional sobre este fenómeno vislumbraremos que este rechazo tiene muy débil fundamento. No es que el Estado transfiera competencias estatales y de las comunidades autónomas discrecionalmente. Lo que ocurre es que ciertas parcelas de la realidad han ido desbordando las viejas fronteras y demandan tratamientos supranacionales. La globalización va transmutando ciertas competencias en comunitarias por la ne-cesidad de abordarlas a escala continental. No es lógico que nos duela la inevitable asunción progresiva de competencias por la Unión en ámbitos como el medio ambiente, la pesca, la defensa de la libre competencia... ¿Realmente creemos que podemos avanzar al ritmo de Estados Unidos, Japón o China haciendo la carrera por libre cada país europeo? Por supuesto que no; pues bien, seamos realistas y no nos abandonemos a una quejumbre castiza que a nada conduce. Otra cosa es, por supuesto, que la construcción europea debe respetar el principio de subsidiariedad y que hay competencias importantes, como la de la cultura, que no tienen por qué transferirse a Bruselas.

La Constitución europea es, por lo demás, un resorte técnico-jurídico útil para profundizar en la noción de la ciudadanía europea que a todos nos beneficia, al igualarnos en el disfrute de los derechos fundamentales con nuestros vecinos y al permitirnos gozar de un trato no discriminatorio cuando residimos en otro Estado miembro de la Unión.

Si compartimos los grandes valores en que se asienta nuestra Constitución de 1978 no debemos sentir recelo hacia la nueva Constitución Europea, prolongación natural de un proceso de integración continental inspirado en los mismos principios y valores que configuran el sustrato de todas las democracias europeas. En 1978 nuestra Constitución fue la que con mayor claridad se planteó en Europa, en su artículo 93, la posibilidad de autorizar, mediante ley orgánica, la celebración de tratados por los que se pudiera atribuir a una organización internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. La vocación de adherirnos a la Unión Europea, el europeísmo, es uno de los denominadores comunes del consenso constitucional de 1978 que hoy debemos tener todos tanto interés en preservar. Si el curso seguido desde que en 1957 se firmó el Tratado de Roma ha sido tan positivo para la convivencia de los pueblos europeos, para superar sus antiguas divisiones y para forjar un destino común no hay motivos en ningún rincón de esta vieja Europa para regatear un nuevo paso en la misma dirección. Y si desde su entrada en vigor en 1986 nuestra adhesión a la Unión Europea ha sido pieza esencial de nuestro consenso político básico nacional, fuente de modernización y de prosperidad, ni usted ni yo entenderíamos bien que de esta dura tierra nuestra surjan rechazos, máxime cuando, como bien escribió Cervantes en El Quijote, "no hay mayor pecado que el desagradecimiento". La Constitución quizás no aporte mucho, pero una amplia abstención entre nosotros o el "no" de España debilitaría nuestro consenso constituyente y nos descalificaría a los ojos de gran parte de los europeos que han sido tan solidarios con nosotros en estos últimos lustros.

Permítame usted que para terminar le diga con franqueza que imagino que a algunas personas les asaltará la humana tentación de darles un puntapié a ciertos políticos en las posaderas de esta Constitución Europea. Si éste es su caso, querido lector, yo le sugeriría que refrene sus ímpetus porque ocasiones no le faltarán para votar a favor o en contra de unos u otros hombres públicos. Pero esta modesta Constitución Europea que ningún mal nos ha hecho ni nos va a producir bien se merece un voto de confianza, como se lo merecen nuestros hijos y nietos, que disfrutarán en la aldea global del siglo XXI de ser protagonistas del gran proyecto europeo.

¿No le parece a usted, mi querido amigo, que debemos evitar que nadie pueda decir dentro de unas décadas que no estuvimos en febrero de 2005 a la altura de las circunstancias, ni por desidia ni por cortedad de miras? Un cordial saludo.

Óscar Alzaga Villamil es catedrático de Derecho Constitucional.

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