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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Yves Klein, la revolución azul

Conocemos la alta rentabilidad del trabajo conjunto de las figuras gemelas de empresario y artista, pero nunca los químicos high tech habían regalado tan buenos resultados a un hombre sin apenas estudios, yudoca de profesión, rosacrucista, adicto a las anfetaminas y poeta de la "idea pura". Un "Dalí de grado inferior". Eso pensaban de él los norteamericanos; Rothko lo despreciaba y Warhol, con aires condescendientes, se limitó a decir ante uno de sus célebres monocromos: "How blue!".

Yves Klein (Niza, 1928-1962) no fue un artista pretecnológico, ni buscó la respetabilidad a través de una obra acabada, algo que engañosamente nos obliga a pensar la retrospectiva que le dedica ahora el Guggenheim de Bilbao. Lo cierto es que en plena cromofobia occidental y en una época en que el colorido brillante en pintura era considerado vulgar, infantil y "femenino", Yves Klein fue el único artista que se atrevió a ensalzar la riqueza cromática de los polvos secos, si bien se daba cuenta de que ésta disminuía cuando se mezclaban con el aglutinante para hacer la pintura. Decidió buscar la ayuda de Édouard Adam, un fabricante parisiense de reactivos químicos y vendedor de material artístico, quien le regalaría un revolucionario invento, la resina fijadora Rhodopas M6oA, una pócima milagrosa que "daba a las motitas del pigmento la libertad que tiene cuando están en forma de polvo". La textura mate y aterciopelada de aquella sustancia poseía una "energía pura" que hacía que cada matiz de color se revelase como "una criatura viviente de la misma especie que el color primario". Klein había decidido trabajar con un solo color, pero éste debía ser extraordinario. Y para protegerse de cualquier intento de corromper su autenticidad, decidió registrarlo, en 1957, tras levantar acta de la "Proclamación de la Época Azul". Era la primera vez que una patente se convertía en una obra artística.

YVES KLEIN

Comisarios: Olivier Berggruen e Ingrid Pfeiffer

Coproducción: Schirn Kuntshalle Frankfurt

Museo Guggenheim

Abandoibarra, s/n. Bilbao

Hasta el 2 de mayo

En la galería Apollinaire de

Milán, Klein reveló su programa en una serie de monocromos azules, todos idénticos, aunque cada uno tenía un precio diferente -"el valor debe reflejar la intensidad del sentimiento invertido en la creación de la obra y no lo que ésta parecía"-. "Yves, le monochrome" identifica cada uno de sus trabajos mediante un patrón numérico precedido de las siglas "IKB", después de haber aplicado la pintura con un rodillo o con esponjas, muchas de las cuales acabarían formando parte de la propia tela.

El resultado de toda esa exaltación de la materialidad del color -estridentes amarillos, rosas, rojos, naranjas, verdes, y el ultramarino IKB- es esta exposición, un recorrido de montaje impecable -si prescindimos de la piscina plana cubierta de Azul Klein, una divertida frivolidad hecha para la ocasión en la sala fish, en donde es imposible que vaya a refrescarse la Serpiente de Richard Serra-, aunque excesivamente entregada a la mitomanía objetual de un trabajo que el propio autor consideraba un culto al vacío. "Mis obras son las cenizas de mi arte", afirmaba. La muestra resume siete años de producción de un autor que murió muy joven -le fulminaron tres ataques al corazón- con obras procedentes de colecciones europeas, públicas y privadas.

Protegido de Pierre Restany, amigo de Tinguely y Arman, y admirado por Albert Camus, Klein decidió, en 1948, firmar el cielo azul de Niza. Fue su primera propiedad legal. En 1955 entró en un frenético periodo de producción en el que el monocromo se presentaba como un objeto autorreflexivo, un espacio fenomenológico y de análisis de la contingencia. Todo ello se puede ver en esta muestra, sus célebres vaciados en miniatura de La Victoria de Samotracia, la Venus de Milo junto a sus IKB de su época blu; la maqueta para la decoración del teatro de la ópera de Gelsenkirchen y otros proyectos protominimalistas, como la exposición Le Vide (el vacío), en el que presentaba una galería parisiense completamente vacía donde el visitante debía pagar 1.500 francos para entrar; sus "pinturas de fuego" creadas con lanzallamas, las antropometrías (hechas con los "pinceles vivientes" de mujeres desnudas que se revolcaban sobre grandes hojas de papel blanco mientras seis músicos y tres cantantes actuaban alrededor de un escenario), monodorados, relieves planetarios y sus cosmogonías, hechas con las huellas del viento y la lluvia.

Puede que antes que Klein estuvieran Malévich y Duchamp; y que Anish Kapoor o Martin Creed hayan robado sus mejores ideas. Pero entretanto habrá que valorar que su obra fue capaz de revelar el significado de casi todos los movimientos artísticos nacidos después de los sesenta. Con todo, muy pocos le perdonaron aquella ingratitud que mostró hacia sus influencias, y que él mismo transformó en angustia, al afirmar que Duchamp y todos los dadaístas habían suprimido todos los valores, como el punto final del arte. Recuerden su célebre Salto al vacío (1962), hecha con una fotografía manipulada. El karateca había caído mal en la lona

'Hiroshima' (1961), obra de Yves Klein.
'Hiroshima' (1961), obra de Yves Klein.

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