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Columna
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La Unión

El plan Ibarretxe ha creado tal desasosiego en la sociedad española -no sólo en la vasca-, que su tramitación está relegando a segundo plano el referéndum sobre la Constitución europea y condicionando los argumentos que se utilizan para defender esta última. Es muy sintomático que -salvo dos excepciones, de las que luego hablaremos-, quienes votaron afirmativamente en el Congreso el plan estén haciendo campaña contra la Constitución europea, y no por cuestiones de matiz, sino por una profunda incompatibilidad con el actual e inacabado proceso de creación y constitución de la UE. Ésta no es, afortunadamente, la Europa de los pueblos, sino la Europa de los Estados, y por haber optado por esta segunda vía de conformación podrá llegar a ser la Europa de los ciudadanos, posibilidad más que remota si el punto de partida hubieran sido los pueblos, tan caros a los nacionalismos de todos los pelajes. Los Estados configuran una realidad definida desde la que iniciar un proceso de convergencia -y así ha ocurrido en la historia de la UE desde sus inicios-, mientras que los pueblos tendríamos en primer lugar que definirlos, tarea en la que a duras penas nos pondríamos de acuerdo, y se arrogarían además el papel de sujetos constituyentes, papel que los Estados distan de habérselo atribuido. En ello reside la anomalía y la especificidad del proceso constituyente europeo

Nos congratulamos, sin embargo, de que dos de los partidos que apoyaron el plan en el Congreso -uno de ellos su promotor- hayan decidido apoyar la Constitución europea, tras haber superado las dudas que pudo plantearles en un primer momento. Tanto el PNV como CiU han sabido ser realistas y pragmáticos en esta ocasión y han aceptado una corriente histórica que, ésta sí, no tiene vuelta atrás, sea o no refrendada esta Constitución, y a la que tendrán que adaptarse si desean sobrevivir. La algarabía del rechazo -no ya a esta Constitución, sino a cualquier otra, puesto que ninguna podrá satisfacer las apetencias de los nacionalismos irredentos por cuestión de principios- está condenada a convertirse en un ruido en extinción. El PNV lo sabe, por supuesto; es perfectamente consciente de la naturaleza del proceso histórico y de su irreversibilidad, y el plan Ibarretxe no es sino la respuesta in extremis para acomodarse a él otorgándole a Euskadi la condición de sujeto histórico: no un nebuloso pueblo, sino un cuasi Estado en devenir, un Estado confederado que podría o no desgajarse a conveniencia dentro de la UE sin perder su condición europea. Era quizá su última oportunidad. Fuera de la UE aún se pueden construir nuevos Estados; dentro es improbable, puesto que una de las cosas más saludables que nos aporta la UE es el fin de los nacionalismos, al menos en Europa.

A pesar de todo, el plan nos condiciona, decíamos al principio, y lo hace de modo que tratamos de ver en la Constitución europea un antídoto o una oportunidad para él. Más Europa significa más España, oímos decir de un lado, o más Europa significa más Euskadi, desde el otro. Son esos eslóganes los que parecen centrar la campaña. Y no. Más Europa significa menos España y menos Euskadi. La defensa de la UE no puede convertirla en un artilugio para exorcizar fantasmas, sino en una realidad nueva, querida y necesaria para el porvenir. Así lo establece esta Constitución, de la que se ha dicho que carece de sujeto constituyente, de ese pueblo o esa nación que se constituyen en Estado. Es la Unión el sujeto de este texto, lo que se ha de constituir es lo que constituye, como una entidad ya existente que se presenta como una obra en marcha. Un sujeto al que podríamos poner casi bajo el patrocinio de Eliot, de este verso inicial de East Coker: "In my beginning is my end" (en mi comienzo está mi final). Como si la sombra de Hegel, en extraña vecindad con la de Kant, se irguiera sobre el ocaso del Romanticismo, no de la Historia.

"La Unión está abierta a todos los Estados europeos que respeten sus valores y se comprometan a promoverlos en común", leemos en el punto 2 del artículo I-1. La Unión acoge y limita, restringe soberanía a los Estados que la integran, una soberanía que le será tanto más propia cuanto más definida sea la ciudadanía europea que contribuye a conformar, es decir, cuanto más sólidas sean las instancias de decisión que se le atribuyan a ésta. Y es ahí donde esta Constitución da un paso decisivo, que no ha de ser el último. Cuál haya de ser su definitiva configuración política lo decidirá finalmente esa ciudadanía nueva, plural y cosmopolita, que hará efectivo un sueño que partía de una profunda realidad: Europa.

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