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Columna
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El Carme

No sé si celebrarlo o sumirme en el desconsuelo. El Centro Histórico de Valencia, lo que denominamos enfáticamente Ciutat Vella, ha aumentado 1.024 vecinos entre 1996 y 2003. Es posible que en los días que corren los censados seamos algunos más y superemos los 25.051 que se registran en el último de los mentados años. Pero yo no me haría ilusiones. El desmadrado precio que han alcanzado los alquileres y las viviendas, por no hablar de la falta de servicios públicos en esta zona capitalina, no parece que animen a la renovación y crecimiento del tejido urbano. Y eso a pesar del interés que se percibe por vivir en este núcleo arcaico de la ciudad. Los hay masocas o quizá ingenuos que creen llegar a tiempo de especular.

Como aleccionan los folletos turísticos, Ciutat Vella -el centro histórico más grande de Europa, como gusta subrayar insensatamente al autor o responsable del texto- está compuesta por cinco barrios, si bien a menudo todos ellos se encierran en uno solo: El Carme. Sobre todo, cuando de las páginas de sucesos se trata. Da la impresión de que la noticia resulta más tópica y macabra si se ubica en El Carme y no en Xerea, Velluters, San Francesc o Mercat. A ello contribuye también que tanto los gacetilleros como el vecindario en general tienen una muy vaga idea de la geografía urbana. Yo mismo contemplo el devenir de la ciudad desde esta vieja atalaya que padeció el infortunio de no ser arrasada por la riada de 1957. Hoy, en vez de ser un muestrario gerontológico, es probable que hubiese alumbrado una Ciudad de la Vida Ideal o cualquier otra invención temática.

A mí me consta que desde aquella infausta inundación, las autoridades que se han sucedido, autonómicas y municipales, han tratado de enmendar la desgracia. Promesas y garrulería no han faltado. Y hasta es probable que hayan enterrado muchos recursos económicos para dar la impresión de que algo se hace, como en efecto acontece. Aún recuerdo que en 1992 se aireó por parte de la Generalitat la inversión de 23.000 millones de pesetas para la rehabilitación de estos barrios, y seguro que las hemerotecas registran las zonas verdes, plazas y nuevos trazados que se proyectaban a plazo fijo. Algo se ha hecho, aunque, en buena parte, con desgana, poco acierto y crónicas molestias. Algún día habría que pedirle cuentas al Riva y al Ivvsa, que llevan el palo de la gaita rehabilitadora.

No ha de extrañarnos que Norman Foster o Santiago Calatrava no hayan diseñado ninguna mala barraca o filigrana arquitectónica en Ciutat Vella. Y no será por falta de solares, que los hay a porrillo en espera de su oportunidad especulativa. Aquí, lo que priva es dejar que este espacio urbano se macere y que la iniciativa, tanto privada como pública, vayan dando la impresión de que algo se avanza. En realidad, si es por la cantidad de zanjas que se abren y reabren, y las obras que se eternizan diríase que en el barrio -y posiblemente todo el casco antiguo- estamos en constante y acelerada restauración. Pero, a la postre, y al margen de las apariencias y del ruido, lo que queda es vejez, incomodidad y abandono. ¿Dónde un jardincillo, para cuándo los aparcamientos, o las viviendas accesibles para las rentas menores y jóvenes?

Y, sin embargo, crecemos. Poco y a contrapelo, pero crecemos. Debe ser por morbo. En otros pueblos y villas del país con núcleos históricos no pueden decir lo mismo. Nosotros, en cambio, a lo largo de ocho años, aumentamos un cuatro por ciento. Una victoria pírrica que algunos celebran.

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