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FUERA DE CASA
Columna
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Olímpicas y carnavalescas

Las troteras y danzaderas de las calles de la Montera, la Ballesta o de la Casa de Campo también quieren que Madrid sea la capital olímpica. Piensan en su negocio, sueñan con los clientes que buscarán el reposo del deportista. Sus propios sudores después de haber visto sudar a los atletas. No sólo las peripatéticas son olímpicas, también lo son las de la visa oro, las de las páginas de contactos o las discretas de lujo, las de puerta a puerta, las de fantasías animadas; en fin, las chicas olímpicas, esclavas de todas las procedencias, amables y siempre dispuestas al servicio privado en habitaciones de hotel, en discretos apartamentos y otros espacios del mucho pecar de la capital de todos los pecados. Rouco dixit. Todas están con el alcalde en esta carrera, y con ellas, la mayoría de los ciudadanos de esta corte. Que en estos días parece una ciudad de corte y confección, una lustrosa capital, guapa y limpia. Como para nota en un cursillo rápido de pulcritud. Eso sí, no hay que fijarse mucho, mejor pasear rápido y con la mirada miope. Por si los jueces llevan gafas, por si las moscas, a las del amor mercenario las quieren esconder. Que no las vean campar por el centro, que no se entretengan por las periferias olímpicas, que se alejen de los escenarios que puedan pasear los trece inspectores de la comisión de evaluación del Comité Olímpico. No nos basta con ser honradamente, modernamente, olímpicos; también hay que parecerlo. Todos máscaras. Incluidos los pecadores y pecadoras de la pradera y otros isidros.

Con este ejercicio de lavado rápido, de simulación de los atascos, de reforma urgente de los socavones, Madrid -"confusión y regocijo de las Españas", en palabras de Galdós- me recuerda al pueblo berlanguiano de Bienvenido, Mr. Marshall. Aunque nada tengan que ver el modelo físico de Pepe Isbert y de Gallardón, al margen de que sus asesores no se parezcan a Manolo Morán, ni a Lolita Sevilla, ¡digo!, esa rápida transformación, ese acicalamiento exterior, esa simulación ciudadana, algo recuerda al cinematográfico pueblo de Berlanga. Madrid parece un decorado, un trampantojo, una instalación, una arquitectura efímera que se derrumbará así que pasen los trece magníficos. No importa, estamos en carnaval, llevaremos nuestras máscaras, seremos otros. Todo sea por la causa olímpica. También por si arreglan un poco el caótico centro galdosiano y otros garbanzos. De verdad, alcalde, tu pueblo está contigo. Dispuestos a la mascarada, seremos tus cómplices, nos disfrazaremos de felices europeos, de olímpicos madrileños, de tunos o de lo que sea menester. Pero, eso sí, cuando termine la carnavalada, la simulación, recuérdelo usted, y recuérdeselo a otros, no todo tienen que ser faraónicas operaciones para mayor enriquecimiento de constructores, inmobiliarios o presidentes de clubes de fútbol. No, que los olímpicos del billar y el futbolín también tenemos derechos y no queremos pasarnos la vida aprendiendo a perder olímpicamente.

Le repito la oferta porque sé muy bien que somos legión los dispuestos a disfrazarnos para algo más que ir al baile de Máscaras del Círculo de Bellas Artes o al Entierro de la Sardina. Si su olímpica ilustrísima lo solicita, este pueblo tan noble, mestizo y sentimental estaría dispuesto a emular la epopeya de Villar del Río, el pueblo de Berlanga de Bienvenido, Mr. Marshall, de andaluces, de majos, de chulos o de los trajes regionales que sea menester. Creo que, con mi modesta proposición, nos daría una buena nota ante los trece jueces. También podemos cantar aquello de "Os recibimos con alegría", desfilando por las calles, dirigidos por Plácido Domingo y dando vivas a las ciudades de procedencia de los amables jueces. Yo creo que sería muy bonito. Y moderno. Podemos llamar a Gerardo Vera para la dirección artística, a Oscar Mariné para la nueva señalización y cartelería de los festejos, y a Javier Tomeo -aprovechando que está por aquí de pregonero carnavalesco- para las letras del nuevo himno. No todo tienen que hacerlo Pascua Ortega, Alberto Corazón o Nacho Cano, vamos, digo, es un decir. Es una idea, tome nota. No digo que todo el año tenga que ser carnaval, pero la fiesta nos podría entretener hasta que los del comité se enteren de que lo mejor es decir "Siempre nos quedará París". Eso, que París, que los franceses, aprendan a perder. Ya saben cómo nos las gastamos en este pueblo, somos un dos de mayo. Somos, que lo sepan, los que apostamos por Mar adentro contra Los chicos del coro en los Oscar, es decir, somos ganadores.

Ya sabemos que siempre hay derrotistas. No hay fiesta sin disidentes, agoreros, pesimistas, afrancesados, broncos negadores, grey del tendido del siete, ecologistas en acción y otros habituales descontentos contra la feliz mayoría. Son cuatro gatos. No son olímpicos. El otro día, sin ir más lejos, me tropecé con unos cuantos en la parada del socavón de la calle Hortaleza, allí estaban con unas pancartas que decían "Siempre nos quedará París". Al principio pensé que eran adoradores de Casablanca, los mismos que me encontré en la cola del quiosco para comprar EL PAÍS el pasado domingo. Después me extrañó otra pancarta: "Las Olimpiadas, cuanto más lejos, mejor". Entonces me di cuenta, no eran patriotas madrileños, no eran nacionalistas olímpicos, ni siquiera eran románticos borrachos como Rick, ni cínicos medradores como el capitán Renault. Estaba claro que con ellos no se podía cantar ni El tiempo pasa. Volví a casa, después de estar un rato meditando en el atasco del barrio de las Letras; esquivé los peligros de la plaza de Tirso de Molina, llegué al barrio de los Austrias y me tranquilicé pensando que los trece jueces habían cenado con los Borbones. Estoy convencido de que después de ese encuentro han aumentado las posibilidades de un final olímpico y feliz. Convencido de que, después de la real cena, los trece pensaron que aquello podía ser el principio de una hermosa amistad.

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