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Columna
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Silencio

Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden. Eso decía Larra, pobrecito hablador, hace 170 años. Hace esos mismos años, según el lehendakari Ibarretxe, nuestros antepasados ya lidiaban con el conflicto vasco. Hay que creerle, porque este hombre enterizo nunca miente. Y tampoco se calla. "Un charlatán que vende crecepelo en una convención de astrofísicos", así le retrataba un columnista esta misma semana en un periódico madrileño. Era un exceso, otro. No es un mero charlatán Ibarretxe, ni muchísimo menos en los bancos del Congreso de los Diputados se sientan astrofísicos. Hace tiempo que en esos bancos sólo descansan sus posaderas obedientes políticos profesionales, mujeres y hombres de partido que salen siempre nítidos en la fotografías porque jamás se mueven. La Segunda República acabó, la acabaron, y Prieto ya no puede leerle la cartilla a José Antonio Aguirre, que lo contempla todo bajo el ala de bronce de su sombrero de señor antiguo, en la plaza bilbaína de Moyúa. Claro que los mitificados oradores de la vieja República hoy harían reír a los adolescentes (hasta Ortega nos hace sonreír cuando le oímos en la fonoteca). Por lo demás, los vascos nunca fueron castelares: Unamuno y Maeztu, según cuentan, tendían hacía el monólogo teatral. Los buenos vascos, los nacionalistas, tendían al balompié.

El señor Ibarretxe, que es un vasco de ley, tampoco será nunca un Castelar, ni falta que le hace. El señor Ibarretxe, como aquellos señores de Bilbao que aparecían en los astracanes, llegó a Madrid montado en un Mercedes. ¿Para qué necesita este señor que los intelectuales de la aldea le escriban un discurso? Lo que impresiona allí y en todos lados es el Mercedes con el banderín (que no falte el solemne banderín, aunque en el fondo nos recuerde a los Cadillac de Franco y a los americanos de Berlanga). Esos cincuenta metros para cruzar la acera del hotel al Congreso a bordo de un coche blindado son genuino lenguaje no verbal. No necesita hablar el señor Ibaretxe, para que luego digan que es un charlatán. Charlatanes allí lo son todos, o loros insinceros, que es como Miguel Torga llamaba a los políticos. Sólo el Mercedes es incontestable, con todo su poder y sus cilindros lubricados y fieles. Y con su banderín.

En Madrid, el día en que el lehendakari hablaba en el Congreso, el poeta Hugo Mújica impartía un taller en la Casa de América. Estuvo siete años, como monje trapense con voto de silencio, sin decir una sola palabra. "Lo que llamamos silencio", dijo, "es la posibilidad de escuchar y creo que esta posibilidad de escuchar lleva a la posibilidad de dejar decir". Y a uno le pareció que donde nuestros líderes políticos deberían estar en aquellos momentos era escuchando a Mújica en la Casa de América y no monologando en el Congreso. "Hay que aprender a borrarse uno mismo", aconsejó el poeta. Y nuestro lehendakari, impasible el ademán, apeándose de su Mercedes y portando bajo el brazo un plan apellidado como él.

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