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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El imaginario de la espera

¿Cómo escribir sobre la violencia? Esta pregunta constituye la literatura latinoamericana, y sus respuestas ponen a prueba los límites del lenguaje. Ha sido dominante la tesis de que la violencia es el pecado original de la nación, pero en los últimos tiempos esa versión traumática ha sido rebatida no sólo por lecturas antitraumáticas de la historia sino por la posibilidad de poner a trabajar a la violencia, humanizándola y, sobre sus ruinas, reconstruir las voces de su refutación creativa. Después de testimonios y denuncias de la violencia política, la novela se ha hecho cargo de la capacidad de las víctimas para superar su victimización. En Argentina, El Dock de Matilde Sánchez, y en Chile, Los vigilantes de Diamela Eltit, respondieron a la pregunta sobre la violencia contra la madre (muerta o acosada) desde el habla que renace en el hijo. Contra el poder y el castigo, ese otro lenguaje asume la agonía en los márgenes del territorio ocupado, en el verbo del porvenir.

GRANDES MIRADAS

Alonso Cueto

Anagrama. Madrid, 2004

301 páginas. 17,50 euros

Más información
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Alonso Cueto (Lima, 1954) comparte esta más seria tendencia narrativa y busca exceder la deuda de autodenegación (que en Perú era el dictamen del fracaso, y en México el mito de la bastardía del origen), con la apuesta por un héroe cultural capaz de inspirar dignidad. Se trata de un juez que se enfrenta a la corrupción de Estado propiciada por Fujimori y Montesinos; asesinado por la policía de la dictadura, es escarnecido por la prensa amarilla. Ese juez existió y se llamó César Díaz Gutiérrez. La novela, así, le toma la palabra y le construye el espacio narrativo donde resolver la pérdida del lenguaje, el sacrificio, en la reconstrucción del sentido, lo justo.

Si la violencia se decide en

el lenguaje que la procesa, hoy sabemos que el realismo literal sólo la confirma. Su representación documental carece de respuestas, y su genealogía tremendista termina culpando razas y clases desiguales. Aquí radica la primera respuesta de Cueto: decide mirar de frente a la violencia. Confrontar la mirada corrupta del poder, reclama una serie de mediaciones: otros ojos, otras miradas, capaces de sostener el control del campo visual perverso. El dilema es aquí central: la violencia de lo visto es la herida de la culpa, y nos empobrece; contra ella es preciso mirar la dignidad del otro como propia.

Pero demostrando que el lenguaje es la materia donde la violencia se decide, Cueto resuelve con maestría su función: toda la novela está escrita en el presente, de modo que el tiempo del relato coincide con la actualidad de la historia. El lector se hace cargo de una violencia sin tregua: no hay un verbo para explicarla, sólo su exceso de inmediatez que dirimir. La aventura desvalida de Gabriela, la novia viuda del juez, es la empresa de nombrar la justicia cuando las palabras no alcanzan. Así, la novela traza su agonía en un mundo subvertido, como en la poesía de César Vallejo, por la mirada doble, despupilada.

"Nadie lo ayudó. Yo creo que eso lo mató". Esta definición de un padre honesto, hecha por un poderoso corrupto, remite al dilema central de esta poderosa novela: al final, la moral no es la bondad de nuestras opiniones autorizadas, ni el vigor de nuestras convicciones probadas a costa de los otros. La moral es el lugar que ocupa el otro en ti, en el lector.

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