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Columna
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Los juegos

Si vives en Madrid, y a poca atención que prestes a la política municipal, tarde o temprano te enteras de que la ciudad aspira a convertirse en la sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Hay muchas señales, entre las que destacan los cascotes y los discursos. De súbito, un día sales a la calle y comprendes la relación entre los discursos y los cascotes. ¡Eran los Juegos! De ahí a asumir la retórica vigente no hay más que un paso: se trata de un evento (no un suceso ni un acontecimiento, no: un evento) que constituye una oportunidad única para ponernos al día. Todas las ciudades en las que se han llevado a cabo unos Juegos Olímpicos se han modernizado, equipado, transformado. ¿Quién lo duda? ¿Por qué nos mentirían en algo así? Vean, si no, el antes y el después de Barcelona, de Nueva York, de Tokio. Me lo creo y me adhiero, pese a no tener intereses urbanísticos, qué lástima, en el Anillo Olímpico.

¿Son también estos juegos una oportunidad para el alcalde Ruiz-Gallardón? ¿Obtendrá algo si la operación le sale bien? ¿Qué perdería si le saliera mal? No tenemos ni idea, pero conmueve ver los bríos de opositor a notarías que dedica al proyecto. Gallardón ha mejorado mucho desde que dejó de creer en un partido que jamás creyó en él. Ahora nos recuerda al cura de aquella novela de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, que tras perder la fe ejercía con mayor eficacia su ministerio. No hay como dejar de creer en Dios, o en el partido, para convertirse en un hombre. Si Dios no existe, los únicos responsables de lo que ocurra aquí somos nosotros. Algunos artistas hicieron lo mejor de su obra cuando perdieron la fe en la Literatura, en la Pintura, en la Música. ¿Acaso el buen ebanista cree en la Carpintería o el fontanero excelente en la Fontanería?

Gallardón salió del último congreso de su partido cargado de hombros, sin futuro, pero también sin el cinismo que le caracterizaba. Hoy no incurriría en la procacidad de colocar a Ana Botella. Resulta enigmático, como toda persona acabada, pero lo más sugestivo de él es esa imagen de obrero manual, de alfarero, empeñado en obtener una pieza perfecta. Y no porque crea en la Alfarería, sino porque cree en las manos. ¿Cómo no desearle suerte?

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