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Columna
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¿Y ahora qué?

¿De qué tienen miedo?, preguntaba el lehendakari Ibarretxe en el pleno de las Cortes que debatió su plan. Creo que fue Rubalcaba el que le respondió que no tenían miedo de nada, ni siquiera de los violentos. Y sin embargo, era perceptible antes, durante, y sobre todo después del debate, cierto miedo, que no era otro que el temor a darle una baza a Ibarretxe; es decir, a que saliera fortalecido ante la opinión pública y el electorado vasco, a que su discurso franciscano mitigara ante la opinión pública española la naturaleza inaceptable de la propuesta, y a la resonancia que ésta pudiera tener en medios internacionales gracias a su debate parlamentario. Todos estos posibles inconvenientes se hubieran evitado, se decía, con un recurso ante el Tribunal Constitucional, medida por la que se inclinaban quienes no creen que se fuera a ganar o perder nada ante la opinión vasca por las formas que se adoptaran para rechazar el Plan y que sí se evitaba con el recurso cualquier otra consecuencia perversa. Ya basta de mimar a los nacionalistas vascos, tratando de sustraerles argumentos de imposible contención, ya que son irreductibles; ante sus propuestas ilegales, utilicemos las vías ordinarias que menos riesgos suponen para los demás. Hasta ahí los argumentos de los reacios a que el debate se realizara, mientras los partidarios de su realización apelaban a la pedagogía democrática como principal argumento. En ambos casos, se atisbaba el peligro, de ahí quizá la exquisitez formal con que transcurrió toda la sesión.

Confieso que el discurso inicial del lehendakari me irritó. Por lo que tenía de reiterativo, de monserga ya conocida, sí, aunque esta vez mi irritación brotaba de mi condición de vasco, por la forma en que ésta era invocada ante la atención de quienes no lo eran. La excelencia vasca, la soberbia vasca, el egoísmo vasco, el bienestar vasco. Todo nos va de maravilla, pero aún nos podría ir mejor sin molestias ajenas, si nos dejaran actuar a nuestro arbitrio. Sólo tratamos de vivir mejor, ¡qué hay de malo en ello! En eso se cifra la ya célebre voluntad de los vascos y las vascas, en alcanzar siempre un mayor bienestar sin otras consideraciones, sin que nos importen poco ni mucho la legalidad, la solidaridad con quienes han compartido nuestro devenir político y nuestra convivencia durante siglos, la opinión de un sector de la ciudadanía que se siente marginada por esos planteamientos, nuestra historia de dolor reciente y aún viva. Vivimos bien y queremos vivir mejor, en eso debe de consistir la modernidad de la propuesta, aunque para justificarla se recurra al Antiguo Régimen o a siniestras diferencias surgidas de la oscuridad de los tiempos.

La mezquinadad del discurso del lehendakari brilló como un fuego fatuo durante la intervención del presidente Zapatero. Hubo discursos más lucidos, pero no más necesarios y acertados que el de este último. A la demagogia del lehendakari, a su sueño visceral que camina sobre un campo de sangre como si de un campo de flores se tratara, le opuso el principio de realidad. La legalidad no es otra cosa, pero conviene abrirles los ojos a los cegatos exponiendo su fundamento, que no es otro que un proyecto de vida en común del que también los cegatos forman parte. El valor integrador de la legalidad brilló en las palabras de Zapatero, que fueron pronunciadas para todos los españoles, pero, sobre todo, para los ciudadanos vascos. No tengo ninguna duda de ello. Y desbarató la falacia dialéctica del lehendakari entre el sí y el no, su ¿a qué tienen miedo?, con un sí rotundo. Supo mimarnos, y lo supo fundamentalmente porque no esquivó nuestros horribles fantasmas y los amordazó con la razón y la generosidad. No se ha destacado lo suficiente su rechazo de una victoria propia y de una derrota ajena. De ese monstruo melancólico sabemos bastante quienes lo padecemos convertido en un instrumento sanguinario de poder. Es la sombra siniestra del bienestar.

¿Ha servido de algo tanta pedagogía? Justo al día siguiente del debate, el lehendakari Ibarretxe adelanta quince días las elecciones en una pataleta rabiosa que reafirma su voluntad, no la de los vascos y las vascas. Con su entusiasta palafrenero Madrazo, se emperra en una huida hacia delante que sólo promete incomodidad, inestabilidad y fracaso. Se trata de una vieja historia para un país ya harto de frustraciones victoriosas y al que se le ofrecen otras vías de concordia, progreso y futuro. Entre una voluntad retroactiva, nostálgica de un vacío generador de mesías, y una voluntad que la reafirme en su tiempo, la ciudadanía vasca va a tener la oportunidad de elegir.

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