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De Montesquieu a Rajoy

Por manido que parezca, es de justicia ponerle a la jornada parlamentaria del pasado martes en el Congreso de los Diputados la etiqueta de histórica. Lo fueron, ante todo, la actitud globalmente serena, el comedimiento y los buenos modales de prácticamente todos los intervinientes y los asistentes: la contenida vehemencia de Ibarretxe, el aterciopelado zigzagueo de Rodríguez Zapatero, la meliflua retranca de Rajoy, la conducta casi versallesca de las bancadas mayoritarias y, en especial, de los diputados populares... Si la naturaleza del asunto debatido se prestaba a los excesos verbales y gestuales -a montar lo que, 100 años atrás, se conocía como una "sesión patriótica"-, lo cierto es que, ya fuese por táctica o por convicción, los actores prefirieron dar a las ocho horas de debate un tono entre helvético y escandinavo tan novedoso como reconfortante.

Esta serenidad en las formas resultaba aún más meritoria por su agudo contraste con el tremendismo mediático, con el aspersor de insultos contra Ibarretxe en que se ha convertido buena parte de la opinión publicada antes y después del 1 de febrero. Por si algún lector cree que exagero, me permitiré transcribir un párrafo, uno solo, firmado por nuestro viejo amigo don Alejo Vidal-Quadras en La Razón de anteayer: "Durante una larga media hora, la tribuna del Congreso fue ocupada por un espectro anacrónico y avieso, impermeable a la racionalidad, insensible al sufrimiento de sus semejantes, poseído por la obsesión diabólica de exacerbar lo que separa y aniquilar lo que une, una sombra helada, sorda y cruel que intentaba inútilmente ocultar su carga de odio y de rencor bajo el silabeo bífido de una palabrería arteramente edulcorada". Es difícil comprimir más descalificaciones en menos líneas.

Pero la del 1 de febrero fue, en el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo, una fecha histórica no sólo porque sus señorías supieron aislarse del ruido y la furia de ciertos ambientes capitalinos. Tampoco porque pudiera hablarse sobre modelos de Estado distintos, sobre concepciones encontradas de la soberanía sin caer en la histeria o el arrebato. Con ser todo eso importante, el debate va a entrar en los anales de la filosofía y del derecho políticos gracias a la intervención del presidente del Partido Popular. Si, en ella, Mariano Rajoy citó a Rousseau y a Montesquieu, de ahora en adelante es a Rajoy a quien citarán, como a un nuevo clásico, los tratadistas y los docentes del pensamiento político, del derecho constitucional y de otras materias afines, a lo largo y ancho del planeta.

En rigor, lo del martes no fue una primicia, porque Mariano Rajoy ya había adelantado su revolucionaria tesis el sábado 29 de enero en un acto de partido en Madrid. Fue allí donde afirmó: "Vivimos en el año 2005 y no en la prehistoria. Y en el año 2005 no hay tribus, no has castas, no hay pueblos ni derechos colectivos. Hay personas y ciudadanos". Tal aserto, dicho en una convención del PP sobre Educación: calidad, libertad y equidad, no tuvo el eco ni el relieve que merecía, por lo que, muy sensatamente, don Mariano quiso repetirlo y solemnizarlo en sede parlamentaria durante la sesión más mediática del año.

¿Y qué dijo? "Ya no vivimos en el siglo XVIII. Todo el mundo tiene derecho a cultivar conceptos antiguos, pero no se puede pretender que una democracia moderna los comparta. Porque son conceptos que la Ilustración desterró del lenguaje político y del derecho público hace 200 años, señorías. Con la democracia contemporánea nació el ciudadano, el individuo como sujeto de derechos y deberes. Nació la igualdad. Y el viento de la historia se llevó todos los vestigios del Antiguo Régimen; es decir, los presuntos derechos de pueblos, clanes, tribus o parroquias".

O sea, que a día de hoy ya ho hay pueblos que sean titulares de derechos colectivos, sólo existen ciudadanos individuales. La noticia es sensacional, y además está preñada de graves consecuencias. Para empezar, exige derogar inmediatamente la Constitución de 1978, pues ya el Preámbulo de ésta alude a "los pueblos de España" y a "todos los pueblos de la tierra"; luego, el artículo 1 proclama que "la soberanía nacional reside en el pueblo español", el artículo 46 obliga a proteger "el patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España", y el 66 establece que "las Cortes Generales representan al pueblo español"; además, los artículos 2 y 143 reconocen "el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones", un derecho forzosa e inexorablemente colectivo. Por si esto fuera poco, y según la Disposición Adicional primera, "la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales" -que proceden en línea directa del Antiguo Régimen-, mientras la Transitoria cuarta hace referencia expresa al régimen foral navarro como una realidad preconstitucional.

Así pues, y aun conservando su modosa apariencia de probo registrador de la propiedad, Mariano Rajoy se ha transformado de repente en un audaz dinamitero de la Constitución, en un ácrata radical y corrosivo. En efecto: si, al no existir ya pueblos en sentido político, nadie puede invocar "los presuntos derechos indefinidos de un pueblo metafísico" (el vasco), entonces nadie podrá legislar tampoco en nombre de los igualmente metafísicos pueblo español o pueblo francés. Con ello, España o Francia se convierten en cáscaras estatales desprovistas de un sujeto colectivo de la soberanía, sus símbolos -banderas, himnos, etcétera- devienen anacrónicos fetiches tribales y sus instrumentos -ejércitos, policías, tribunales...- son burdos inventos de una horda.

¿Es esa la nueva doctrina del señor Rajoy? ¿O acaso, para el Partido Popular, la realidad y los derechos de los pueblos dependen de su tamaño y de sus atributos? Atributos institucionales, of course.

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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