El ornitorrinco y el Consejo de Estado
Se cuenta que cierto día del año 1797, un conservador del Museo de Historia Natural de Londres recibió por primera vez en su Gabinete la piel de un ornitorrinco. Al parecer creyó que se trataba de alguna trampa que le había tendido algún colega burlón. Y para demostrar claramente que a él no se le embaucaba, así como así, echó mano de unas tijeras y se puso a separar el llamativo pico de pato del resto de la piel esperando encontrar por allí debajo las costuras del fraude. Naturalmente, no lo consiguió. El pico y la piel estaban perfectamente engarzados por la naturaleza. Esto constituyó una inesperada sorpresa para los cánones del pensamiento naturalista, pero no fue la única. A medida que se fueron estudiando estos extraños individuos empezaron a surgir nuevas perplejidades: tenían pico de ave (eso es lo que significa precisamente ornitorrinco), pero también dientes, y además emitían veneno, cosa que no parecían hacer ni los mamíferos ni las aves; por si esto fuera poco, ni volaban ni caminaban, sólo nadaban, y para rematar tenían mamas (eran, pues, vivíparos), pero ponían huevos (eran, pues, ovíparos). Durante más de cuarenta años la discusión sobre su clasificación fue dando tumbos de un lugar a otro a medida que se iban descubriendo más rasgos nuevos y sorprendentes. Puede decirse que hasta 1884 no se saldó definitivamente.
No hacía tantos años que Linneo había establecido en su Sistema Natural (1755) la clasificación vigente de los animales, y en el lugar que en ella ocupaba la clase de los mamíferos no había hueco alguno para semejantes extravagancias. Los naturalistas acabaron por crear un nuevo orden para él, el de los monotremas, pero estuvieron discutiendo todos esos años si tal orden nuevo pertenecía a la clase de las aves o a la de los mamíferos. Esta discusión desbordó hasta tal punto los límites de la ciencia natural que acabó por llegar hasta el mismísimo pensamiento jurídico, y tuvo un sorprendente eco en los escritos de uno de los más importantes juristas del siglo XIX, Rudolph von Jhering. En 1858, con la discusión aún caliente, escribió, en efecto: "La importancia de la correcta clasificación de una institución equivale a su auténtico conocimiento material y a su explicación. Al clasificar erróneamente un objeto, por ejemplo, al colocar un pájaro entre los mamíferos, se está afirmando algo falso sobre dicho objeto, y ese error puede ser el origen de otros muchos". Y advertía que estos errores "se cuentan entre los más peligrosos". Para comprender exactamente lo que esto podía significar para el derecho conviene recordar que Jhering llegó a creer entonces que ciertas prácticas sociales, la cultura y las tradiciones jurídicas y las elucubraciones de los juristas sobre los textos legales daban como resultado nada menos que la creación de auténticos seres vivientes, "seres jurídicos que comprendemos e imaginamos como individuos con vida propia", y lo que él se propuso fue imitar el método de los naturalistas y establecer una clasificación científica de tales seres. De acuerdo con ese método, cada orden de esos seres recibía un nombre, que era el concepto jurídico correspondiente, y que "encerraba la esencia" de aquellos seres jurídicos. Para llevar aún más lejos su fascinación por el método natural, Jhering afirmó entonces que tales conceptos tienen la función de definir a esos seres "en virtud de su anatomía". Por eso acabó por concluir que "un concepto no tolera ninguna excepción, igual que un cuerpo no puede excepcionalmente dejar de ser lo que es". Si algo como esto pasara en el derecho habría que obrar como los naturalistas con el ornitorrinco: crear un nuevo concepto para esa nueva realidad.
A juzgar por el resultado, una meditación jurídica de este tipo es la que ha tenido que estar debajo de las reflexiones de los miembros del Consejo de Estado cuando el legislador les ha enviado, como al naturalista de Londres, lo que se les ha antojado un ornitorrinco jurídico: la propuesta de matrimonio entre personas del mismo sexo. Lo que el legislador pretendía, expresado en aquellos términos, es que un "ser" tan novedoso como ése fuera incorporado al campo de referencia de un "concepto" tan viejo como el de matrimonio. Y ellos han dicho que no, que nuestra cultura y tradiciones jurídicas hacen esto imposible. De acuerdo con ellas, la anatomía del matrimonio y la anatomía de ese ser nuevo que propone el legislador no son, al parecer, compatibles, y, en consecuencia, no pueden denotarse con el mismo concepto, ya que éste expresa la esencia de un ser distinto. Para llegar a esa conclusión decimonónica han acudido al argumento de suponer que cuando la Constitución reconoce al hombre y la mujer el derecho al matrimonio, establece, con sólo esa mención, una suerte de coto vedado para el legislador (coto al que ha dado en llamarse 'garantía de instituto', un invento de Carl Schmitt), de forma que el legislador no puede alterar ya los "rasgos esenciales", "núcleo esencial", "realidad subyacente" de la institución matrimonial, pues por su "propia naturaleza" no consiente alteraciones de sus "principios articuladores", entre los cuales naturalmente está el principio de heterosexualidad. Un nuevo repunte de los viejos modos argumentales del siglo XIX aparece aquí para resucitar la idea de que los conceptos jurídicos hacen referencia a entidades reales que viven en la percepción y la cultura jurídica de los pueblos.
Deploro tener que decirlo, pero tratar de ejercer la función consultiva en el año 2005 pertrechándose de cosas tales como las tradiciones jurídicas y la jurisprudencia de conceptos no me parece el camino más adecuado para las nuevas tareas que le esperan al Consejo de Estado. Las tradiciones son simplemente pautas colectivas que se autorrefuerzan en la medida en que se cree en ellas y son seguidas, pero no suministran por sí mismas razones ni para lo uno ni para lo otro. No hace falta ser muy viejo para recordar que de acuerdo con ellas el matrimonio ha sido entre nosotros una 'realidad' indisoluble y una 'realidad' discriminatoria y desigual. ¡Pues menudas tradiciones tenemos nosotros al respecto! Ahora esas mismas tradiciones se disponen al parecer a subrayar su 'realidad' esencialmente heterosexual. Pero tampoco puede olvidarse que, mediante sucesivos actos del legislador, ese mismo matrimonio pasó de ser indisoluble a ser disoluble, y de ser discriminatorio a ser igual. Y no se ve bien por qué no puede del mismo modo pasar ahora a ser tanto heterosexual como homosexual. Y es que el error del Consejo estriba en mezclar el matrimonio como práctica social cotidiana con el matrimonio comoconcepto jurídico. En lo primero se deja llevar por ciertos prejuicios, y está en su derecho, aunque cabría dudar del éxito de su función si utiliza tal asidero, pero en lo segundo se deja arrastrar por un tipo muy anticuado de razonamiento jurídico, hoy día perfectamente olvidado, y eso ya es un poco más grave.
Es el propio Jhering el que algunos años después se ríe de sí mismo y de su artificiosa construcción y formula la primera teoría contemporánea de los conceptos jurídicos: "No es más que un espejismo pensar que los conceptos, por el hecho de existir, puedan pretender la jerarquía de verdades inconmovibles. Los conceptos nacen y mueren con las normas de las cuales han sido tomados. Si esas normas son derogadas por resultar inadecuadas, también los conceptos deberán desaparecer o adoptar otra forma, igual que una funda tiene que ser tirada, ampliada o reajustada, cuando el objeto que estaba destinado a cubrir es cambiado por otro, o ampliado o reducido". Esto es hoy una convicción generalizada entre los juristas: los conceptos jurídicos, es decir, entidades tales como "hipoteca", "propiedad" o "matrimonio", no son 'realidades' de ningún tipo, sino herramientas lingüísticas para referirse a haces de derechos y deberes que se contienen en las normas jurídicas. Por ello es sorprendente que el dictamen del Consejo de Estado sostenga junto a su vieja argumentación que, si se le llama de otra manera, entre los cónyuges de la nueva figura pueden darse los mismos derechos y deberes que entre los del matrimonio de toda la vida. Es absurdo afirmar que se pueden tener los mismos derechos y deberes que los cónyuges pero no "ser" matrimonio, simplemente porque "ser" matrimonio no es más que tener esos derechos y deberes. Igual por cierto que es absurdo eso que tanto gustan de afirmar algunas de las llamadas 'parejas de hecho': que quieren los derechos y los deberes de los cónyuges pero no quieren estar casados; ¡pero si tener esos derechos y deberes es precisamente estar casado! Y si esto es así, entonces la modificación legislativa de algunos de esos derechos y deberes lo único que comporta es el correspondiente reajuste en el viejo concepto de "matrimonio", y no la aparición de una nueva realidad con la consiguiente necesidad de un nuevo "orden" diferenciado, como el de los sorprendentes monotremas.
El Consejo de Estado ha de dictaminar sobre la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y puede también valorar los aspectos de oportunidad y conveniencia de un proyecto de ley, pero hará bien en no mezclar las dos cosas vistiendo sus juicios de oportunidad con ropajes del argumento jurídico, o sus argumentos jurídicos con prejuicios de tradición. Evitará así entre otras cosas que le surjan discípulos oportunistas y manipuladores, como le ha sucedido con la facción más conservadora y oscurantista del Consejo General del Poder Judicial.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.
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