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Columna
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Mejor

En Granada, estos días de aire frío y seco hacen que todo se vea con una claridad casi excesiva que da a las cosas una apariencia dura, y más aún a los solares vacíos: se ven las cosas como son, lo cual no tiene por qué ser malo. Los lugares vacíos, por ejemplo, reivindican su condición de espera, la hipótesis de que algo mejor ocurra, por lo menos allí. Un lugar vacío puede aspirar a todo. Tal como es, ya es mucho, porque en los solares que nadie quiere pararse a mirar lo que más hay es historia, pasado, la vida que se ha vivido y a la que podemos asomarnos, por ejemplo, imaginando las voces que allí se podían oír. Pero hay que elegir entre usar esas llagas de la ciudad para inyectarse una nostalgia macilenta, o hacer un proyecto. Y hacer un proyecto no es imaginar cualquier cosa (porque también los tiburones sueñan con solares), sino trabajar para que ocurra algo mejor.

Y precisamente en estos días de frío seco hemos sabido cómo es el proyecto que ha ganado el concurso internacional para el futuro Centro García Lorca, que por tanto ya existe ahí. Podemos mirar ahora ese solar y agradecer a los autores del proyecto este regalo de poder ver en ese lugar de la Romanilla un sitio nuevo en el que ya puede ir acomodándose la esperanza fundada de algo mejor. En realidad, es un segundo regalo, porque están a la vista del público, expuestos en la sede del Colegio de Arquitectos de Granada, todos los otros proyectos de gente de todo el mundo que ha trabajado para crear en esta ciudad un lugar que estuviera a la altura nada menos que de la poesía. La suma de todo ello es un suceso extraordinario: en la plaza de la Romanilla, en Granada, puede ocurrir algo mejor.

Y eso es lo que tenemos que hacer: proyectos de cosas mejores que nos rediman de todo lo espantoso que también somos y hacemos. Se ha conmemorado el aniversario de la liberación de Auschwitz, cuya celebración nos ha dejado un titular de escalofrío: los líderes del mundo prometen que no se repetirá Auschwitz (y ya sabemos lo que valen sus promesas). Por eso, para que la esperanza no sea una ingenuidad, hay que armarse con realidades que primero hay que imaginar y creerse, proyectos que son muy difíciles de poner en pie y que si se alzan es con toda la inercia en contra, gracias a esfuerzos en los que hay gente que deja sus días, sus noches y lo que no es ni el día ni la noche pero que se inventa para dedicarlo también al desvelo. Pero mirando al solar vacío de la Romanilla, ya puede uno imaginar el cuerpo pequeño de Federico García Lorca, la pobre y discreta pertenencia de ese hombre agarrado a su alegría como a un clavo ardiendo, convertido en una plaza que entra en una casa y que desde dentro de la casa lleva a los campos infinitos del final de las ciudades y a las heladas aceras modernas que transitan animales quiméricos. Será para verlo.

De momento, hemos ganado bastante: estamos usando dos palabras -proyecto, público- que pasan por un mal momento pero que en el Centro García Lorca se explican muy bien. En ese sitio se ha sembrado algo que se suma a la vida (la gente, las voces que uno puede imaginar, el color que tenía la fruta). Mejor, mucho mejor.

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