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Columna
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Sudar

De un modo general e independiente de la actualidad meteorológica, creo que se puede decir que sudar no está de moda. Es cierto que algunas formas literales de sudor sí se llevan. Maravilla ver, por ejemplo, que cada vez más gente participa en carreras de mucho fondo, incluso maratones; o acercarse en las tiendas deportivas a una oferta de artículos cuya seriedad y sofisticación indican que aumenta el número de practicantes de deportes trabajosos (como la escalada). Es verdad también que esté en auge el sudor que procuran jacuzzis, saunas finlandesas o baños turcos. Pero aunque abundante, éste es un sudor pasivo, contagiado de fuera a adentro; un sudor que provoca el ambiente no el ejercicio; o lo que es lo mismo, que se consigue con aguante no con esfuerzo.

Es el sudor metafórico, el esfuerzo, lo que no se lleva. Los tiempos corren más bien en sentido contrario, en la dirección de la máxima facilidad y automatismo: de las cuentas con máquina (aunque luego nos enteremos de que la formación de los informáticos indios, que son los mejor valorados del mundo, proscribe el uso de calculadoras; aunque luego haya programas televisivos que recompensan con dinero el cálculo mental). De mensajes como: meta usted un sobre en un horno y al minuto saque una paella reluciente; o introdúzcase usted mismo en una academia y salga, al cabo de un par de meses, convertido en un artista de éxito. Las consignas publicitarias venden que el mundo es simple, que está al alcance de la pasividad; que los idiomas se aprenden distraídamente; que los conocimientos crecen sin dedicación; que los deseos se cumplen sin incubación paciente y entregada.

Tal vez porque navega contracorriente me ha interesado tanto la exposición que aún puede verse en el Centro Koldo Mitxelena de San Sebastián. Reúne la obra de diez artistas en torno al tema del esfuerzo. Destaco el vídeo Si pudieras hablar sueco de Esra Ersen (Turquía, 1970) que traduce las dificultades que encuentra un grupo de inmigrantes para expresarse íntimamente en la lengua del país de acogida. E invita a una reflexión más profunda sobre los muros, que a veces son alambradas, del acento; y sobre lo que llamaré la economía sumergida de la lengua: todas las relaciones de inclusión- exclusión, riqueza-pobreza, centralidad y suburbios sociales que determina la (im)posibilidad de expresarse al matiz, al detalle.

Y destaco las fotografías que Tracey Moffat (Australia, 1960) dedica a atletas que han conseguido un cuarto puesto en distintas disciplinas olímpicas, es decir, que después de realizar un esfuerzo idéntico al de los triunfadores, se quedan detrás de la puerta del interés mediático y de los podios. Y la mirada y el oído tersos sobre un ejercicio de anillas de Joao Penalva (Portugal, 1949). Pero me quedo con el vídeo en el que Artur Zmijewski (Polonia, 1966) recoge la actuación de un coro en una iglesia. Al principio parece que estamos asistiendo a una escena común y corriente, a una representación como tantas. Pero de repente comprendemos que esos chicos y chicas que se esfuerzan por entonar, por no soltarse de la melodía común, por trenzar sus voces, son sordos. Es un coro de sordos que no sólo quieren cantar sino además hacerlo multiplicadamente, en armonía.

En un mundo de concesiones a la facilidad, el esfuerzo de esos cantores rebeldes, sordos al determinismo de su discapacidad, adquiere una significación emocionante. La belleza de sus voces ganadas al obstáculo y su determinación ilustran lo más apetecible de la condición humana: el empeño por soñar lo imposible, o minimizar lo improbable, o enunciar de manera inteligible lo que parecía condenado a la incomunicación. Qué lejos de los sordos voluntarios que pueblan nuestra actualidad. Rompe-coros que usan la batuta para tapar unas voces con otras, para sustituir la partitura de la armonía por la de la discordia. Que dedican más que esfuerzos recursos a desafinar el cuerpo social; a destemplarlo -por cerrar con la imagen del principio- de sudores fríos.

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