El hoy y el mañana
Posiblemente las dos épocas en que España registró los mayores cambios de su historia fueron el cuarto de siglo anterior a 1500 y el cuarto de siglo anterior al año 2000. Los de hace 500 años dieron al país esplendores imperiales, pero tuvieron muchos costes, con la larga decadencia que vino después. Los cambios de hoy día se antojan más prometedores, pues a menos de improbables y duraderas catástrofes mundiales no cabe prever un declive como el que tuvo España desde finales del siglo XVI.
Los avances actuales parecen así sólidos e irreversibles. Con ello y con todo, no faltan problemas que de no irse resolviendo podrían, si no dar al traste con esos avances, sí obstar logros aún mayores.
El objetivo implícito de todo progreso es que cada generación viva mejor que la anterior. En países tirando a ricos, como España, esa mejora, de hacerse bien las cosas, puede ser espectacular. Bastaría que la renta por habitante creciera en promedio al 2,3% anual en los próximos 30 años para que esa renta se duplicase. ¿Qué habría que hacer para que ese ritmo no se quebrara por fallas políticas, económicas o sociales y nuestros hijos o nietos acaben viviendo el doble de bien que nosotros?
En el plano político, aparte de la vulnerabilidad que padece medio mundo ante la amenaza del terrorismo internacional, una amenaza que, toquemos madera, parece haberse reducido aquende y allende las fronteras, en España tenemos el problema añadido del terrorismo etarra. Un terrorismo propio que, volvamos a tocar madera, parece también ir a menos por razones principalmente policiales y por la colaboración de Francia. Para su solución definitiva quizá habría también que aportar razones políticas, aunque, tratándose de fanáticos, no es fácil decir qué convendría hacer. Por causas históricas, que se remontan a los avatares de la Reconquista, en España hay varios nacionalismos. No son muchos, pero sí los suficientes para hacer a veces difícil la convivencia allí donde hay más de uno. Todo nacionalismo tiende a ser excluyente y, si quiere convivir en paz y armonía, ha de hacer un esfuerzo para aceptar a los demás. Huelga decir que la funesta cifra de 800 asesinatos muestra, por decir lo menos, que ese esfuerzo no siempre se hace.
Aunque la Unión Europea brinda un ejemplo único de atenuación de nacionalismos antaño fieramente enfrentados, en España el nacionalismo español de algunos y el nacionalismo vasco de otros son también un ejemplo, pero en sentido contrario, con exaltación en lugar de atenuación. Es cierto que el nacionalismo catalán, en cambio, es más proclive a convivir. Como allí el nacionalismo español tiene menos pujanza, el resultado es una alianza para gobernar, difícil sin duda y en ocasiones irritante para los no catalanistas, pero que parece ser una solución.
Una solución que no gusta nada a los nacionalistas españoles. Y es que la derecha, cuyo centrismo en sus años de gobierno de 1977-1982 y de 1996-2000 fue una buena noticia, volvió por sus fueros a partir de su mayoría absoluta en las elecciones del año 2000. Su derechismo ancestral resurgió, cual Ave Fénix, de lo que parecían cenizas definitivas y se manifestó mayormente en un nacionalismo español exacerbado. ¿Qué otra cosa fue el Error Aznar en Irak, sino un afán, encomiable en su finalidad, pero tan tozudo como equivocado en su ejecución, de llevar la nación española al primer rango internacional? ¿A qué obedece el enojo con que el Partido Popular ejerce la oposición sino a su enfado ante el a su juicio insuficiente nacionalismo del Gobierno en Europa, Cataluña, País Vasco, Gibraltar, reforma de la Constitución?
¿Qué soluciones podrían sugerirse? Entre otras cosas, sería muy conveniente que el PP volviera a centrarse. Cosa que sin duda ocurrirá tarde o temprano, no sólo porque así lo exigen los tiempos que corren, sino por la demostrada eficacia electoral del centrismo. También, claro es, convendría que los gobernantes socialistas no incurrieran en triunfalismos. Alguna lección podrían sacar en ese terreno de experiencias próximas no muy lejanas y de los errores consiguientes.
En el plano social, el problema principal, que al tiempo es una solución, viene dado por la inmigración. Aunque ya hay previsiones en ese particular, quizá conviniera hacer planes con varias hipótesis a treinta años vista. Sobre el papel la cuestión es sencilla. Si dentro de treinta años se produjera en España el doble de bienes y servicios, la productividad aumentara en ese lapso del orden del 50%, desapareciera prácticamente el paro, hubiera más mujeres que trabajaran y el crecimiento demográfico vegetativo fuere casi nulo, ¿cuánta población inmigrante o de hijos de inmigrantes sería necesaria para evitar tensiones graves en el mercado laboral que pusieran en entredicho cualquier mejora? El ministro de Trabajo ha cifrado su número en tres o cuatro millones de personas, con un cálculo tal vez conservador. En todo caso, el cambio para la sociedad española ya empieza a ser grande y aún será mayor. Prepararse para ello es una tarea de gobierno ineludible. Como también lo es hacer todo lo necesario, con la ayuda de los países afectados y con más asistencia al desarrollo, para acabar con esa película de horror casi cotidiana que son las pateras.
En el plano económico, por último, hay que seguir equilibrando a la larga el gasto y el ingreso públicos, bajar la inflación, subir la productividad y acrecer los recursos humanos con más y mejor formación profesional, educación, tecnología e investigación.
Problemas, por tanto, no faltan. Ninguno resulta dramático y ninguno es, desde luego, insuperable. Para seguir progresando, probablemente bastará con no cometer desatinos. Como es obvio que ese progreso tiene que ser una labor de todos, convendría evitar posiciones partidistas cerradas y enfrentamientos excesivos. Aunque sea más el ruido que las nueces, el juego infantil de los políticos de listo yo, tonto tú, ni gusta a la mayoría de los ciudadanos ni contribuye al buen gobierno. Puesto que el simple sentido común o un cálculo de probabilidades elemental indica que nadie puede tener siempre razón, sería aconsejable más circunspección en las fuerzas políticas a la hora de afirmar posiciones. Incluso no estaría de más que todas esas fuerzas suscribiesen, ahora que están en boga, un pacto más: el pacto de la humildad.
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.
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