La prudencia política y el coraje de los iraquíes
Las elecciones en Irak no tienen precedente. Nunca, ni siquiera en los tiempos de la agonizante Alemania de Weimar, cuando había altercados en las calles entre nazis y comunistas, hubo intento concertado semejante para echar abajo unas elecciones por medio de la violencia, con unos candidatos que no pueden aparecer en público, personas que trabajan para las elecciones obligadas a esconderse, con supervisores extranjeros obligados a "observar" las elecciones desde un país vecino, con el hecho de votar el día de las elecciones convertido en un riesgo mortal al menos en cuatro de las 18 provincias, y en las que las únicas personas que podrán votar con seguridad son los afortunados que están expatriados y exiliados en países extranjeros.
Tan deprimente como la violencia en Irak es la indiferencia que provoca en el extranjero. Estadounidenses y europeos que jamás han levantado un dedo para defender su propio derecho a votar no parecen estar preocupados porque los iraquíes estén muriendo por el derecho a elegir sus propios dirigentes. ¿Por qué hay tan poca gente que sienta siquiera un estremecimiento de indignación cuando ven a encuestadores tiroteados en una calle de Bagdad? ¿Por qué no hay ni el menor asomo de aplauso en la prensa por los más de 6.000 iraquíes que, arriesgando sus vidas, se presentan como candidatos a un cargo público? ¿Hemos llegado a estar tan desencantados que necesitamos que los iraquíes nos recuerden el valor real de unas elecciones libres? Para explicar este silencio taciturno es preciso comprender hasta qué punto el apoyo a la democracia iraquí se ha convertido en la víctima colateral del resentimiento corrosivo que sigue rodeando la decisión inicial de ir a la guerra. La creación de instituciones libres en Irak era la mejor razón para apoyar la guerra -ahora es la única razón- y por esa misma razón, la democracia en ese país ha dejado de ser una causa respetable.
Los ideólogos de la Administración de Bush -los que escribieron el discurso inaugural del presidente y su imagen de Estados Unidos al servicio "del Autor de la Libertad"- han conseguido lo que era casi imposible: convertir la democracia en sí en un lema desprestigiado. Los liberales no se atreven a apoyar la libertad en Irak para que no parezca que están en connivencia con la prosopopeya neoconservadora. Mientras tanto, los ideólogos contrarios a la guerra no pueden apoyar a los iraquíes, porque esto exigiría admitir que pueden lograrse buenos resultados con malas políticas y peores intenciones.
Por último, están los tontos ideológicos del mundo árabe, e incluso unos cuantos en nuestro país que piensan que los "insurgentes" están librando una guerra justa contra el imperialismo estadounidense. Todo esto obliga a preguntarse cuándo se olvidó la izquierda de cuál es el nombre adecuado de aquellos que ponen bombas en los colegios electorales, matan a los que trabajan en las elecciones y asesinan a candidatos. El nombre que define a gente así es el de fascistas.
Lo que también puede estar silenciando las voces de apoyo a la democracia iraquí es la opinión ortodoxa que se ha arrojado sobre el debate de Irak como una manta ignífuga: todo el mundo cree que Irak es un desastre; por tanto, las elecciones están condenadas al fracaso. Como me dijo un engolado observador europeo, con una expresión en el rostro de estar muy satisfecho de sí mismo: sólo falta el acto final. Estamos esperando, dijo, a que los helicópteros icen a los últimos estadounidenses desde los tejados de la zona verde de Bagdad. La Administración, por su parte, a veces parece apoyar las elecciones, no tanto para dar una oportunidad a los iraquíes como para proporcionar lo que Henry Kissinger, hablando de Vietnam, denominó "un intervalo decoroso" antes del inevitable derrumbamiento. Bajo la manta ignífuga del derrotismo, todo el mundo -a favor y en contra de la guerra- está preparando, al parecer, estrategias de retirada. Los que estaban en contra nos cuentan que la democracia no se puede imponer a punta de pistola, cuando la verdadera cuestión es si ésta puede sobrevivir a un secuestro a punta de pistola. Otros expertos nos describen hasta qué punto la sociedad iraquí es "básicamente" violenta o hasta qué punto es tribal, como forma de explicar por qué ha arraigado la insurgencia y la democracia está muriendo antes de nacer. Una forma más sutil de condescendencia afirma que Irak ha quedado marcado por el baazismo y, por consiguiente, no puede producir mentes libres.
Todas estas evaluaciones eruditas pasan por alto la evidencia de que los iraquíes quieren instituciones libres y que sus dirigentes han luchado por establecerlas en circunstancias casi imposibles. Piensen en el gran ayatolá Alí al Sistani, que reclamó elecciones democráticas en 2003, cuando los victoriosos invasores estaban hablando de posponerlas indefinidamente. Desde el principio, Sistani se ha negado tanto a ratificar la ocupación estadounidense como a legitimar el extremismo chií. Ante la incesante provocación, ha marginado a los hombres de la violencia. Sus colaboradores han sido asesinados y sus oficinas atacadas, pero sus portavoces no han hecho llamamientos a masacrar a los suníes o a las fuerzas de ocupación. O en los kurdos, que dejaron de lado sus luchas internas, presentaron una candidatura común para las elecciones e impidieron que sus peshmergas tomaran Kirkuk, salvando así al país de una guerra civil por aquella ciudad de etnias mezcladas. Por último, piensen en los moderados suníes, que se han incorporado al Gobierno de Allawi arriesgándose a la ira de los suníes rebeldes.
El derrotismo de los gabinetes estratégicos de Washington y de los editoriales de los periódicos omite un punto muy simple: las únicas muestras de prudencia política y de coraje democrático desde que los estadounidenses llegaron en masa a Irak en 2003 han provenido de los muy menospreciados iraquíes, no de sus supuestamente omniscientes benefactores imperiales. Dadoque carecemos de la gentileza para reconocer que los iraquíes han demostrado con frecuencia más sentido común y presencia de ánimo que nosotros, naturalmente no confiamos en que este sentido común y presencia de ánimo vayan a salvar ahora a Irak. La Administración de Bush sabe que, aunque sus errores le han costado cualquier influencia real que pudiera tener para enraizar la democracia en Irak, su reputación histórica dependerá en buena parte de si arraiga o no allí la democracia. Los revisionistas ya están remodelando los hechos: la mejor manera de escribir la historia por anticipado es echar la culpa del fracaso de la democracia iraquí a los propios iraquíes. Los que se opusieron a la guerra actúan en connivencia con este revisionismo anticipado al haberse dado por vencidos con los iraquíes y ésta es su única posibilidad de libertad. Tengamos el decoro de apoyar a gente que está luchando por unas elecciones libres, y la honestidad de no echarles la culpa de nuestra propia incompetencia si es que fracasan. Aún no hay razones para dar por supuesto que lo harán.
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