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Ida y Vuelta
Columna
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Contra los centenarios

Ya decía François Cavanna que incluso los más gilipollas tienen su día de gloria, su aniversario. Ya estoy harto de tantos centenarios, aniversarios y otras zarandajas por el estilo. Cuando no es el pesado de Alberti es Neruda, otro pesado. Cuando no es Julio Verne es Marcel Schwob (estos dos no están nada mal), o la Feria de Guadalajara, o los restos del abusivo Año Dalí. Apoteosis de la cultura institucional. En Francia van aún más lejos y preparan para este año -prepárense- la broma pesada de resucitar a Jean-Paul Sartre. Aquí entre nosotros no habrá mucho humo de pipa de Sartre, pero a buen seguro se prolongará el monográfico Gaudí y se rendirá homenaje al número redondo del hortera turista cien mil que nos llegue huido del tsunami.

Una verdadera pesadilla, créanme. Soy un viejo combatiente, que ha participado en numerosas manifestaciones contra el absurdo prestigio de los números redondos, pues nunca he comprendido por qué el número 100 tiene más categoría o trascendencia que el 101, por ejemplo. Combatí durante años contra el tostón de los centenarios y de los aniversarios y contra todo aquello que convierte las páginas culturales de los periódicos en un monográfico que toca una sola tecla todo el rato (la vida y obra de cualquier autor centenario ligado a la matraca pura y dura) y hace que nos perdamos ese delicioso artículo sobre la obra del secreto y, sin embargo, inmortal Emmanuel Bove, por ejemplo.

Combatí, pero de nada sirvió. Una prueba más de que de nada sirve ser un escritor comprometido. No te escuchan. Las instituciones tienen su vida y su muerte propias. Los escritores sirven para rellenar los libros, y son más tratables si ya llegan muertos y bien acompañados de algún número redondo y fatal, de centenario. También es verdad que combatí sin hacerme ilusiones, pero en todo caso nunca creyendo que iríamos a peor y que hoy en día tendríamos una espantosa plaga de celebraciones institucionales de cultura rígida y muerta que impide que estemos al corriente de la vida del arte actual, del arte que -siendo algo optimistas- se está creando en estos precisos instantes. Por poner un ejemplo, el otro día pasó por Barcelona uno de los mejores novelistas europeos del momento, Jean Echenoz. A mí me pareció un acontecimiento no sólo vivo, sino de primer orden. Echenoz acaba de publicar en Anagrama un sutilísimo y perdurable libro, Al piano, y vino a presentarlo en el Instituto Francés. Pues bien, reunió a sólo 50 personas en una ciudad de miles de personas entregadas a la doctrina de la samba y del best-seller. En lo de Echenoz los periodistas culturales brillaron por su ausencia, e igual habría ocurrido si, lejos de las instituciones, hubieran pasado Proust o Faulkner por la ciudad. No cubrieron el acto porque a la misma hora -al igual que sucedía con la Feria de Guadalajara, o con el Fórum a la menor conferencia que diera Gorbachov- había varios actos patrocinados por una cultura tan llena de adoradores de los números redondos como motoristas suicidas tiene el París-Dakar, patrocinador a su vez de la cultura negra del desierto.

Eso es. Los centenarios pertenecen a la cultura negra y estéril del desierto. Creo que, con tanto despliegue y propaganda, algunos hemos aborrecido ya el Quijote y nos hemos ido al otro lado y le damos la razón a Nabokov cuando decía que el libro es monstruosamente desagradable y horrible. Para Unamuno, el Quijote era una protesta contra el temperamento español que hace de la muerte un objeto de culto. Este artículo quiere añadirse a la protesta contra ese temperamento. Y que Cervantes nos coja confesados cuando llegue el primer aniversario del Fórum.

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