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Columna
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Juan Ramón

Se celebra estos días el primer medio siglo transcurrido desde la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez. Aunque supongo que el aniversario servirá para poco (para pasto de algún monográfico indigesto en algún suplemento literario), no estaría de más que nos sirviera para reflexionar sobre una de las condiciones esenciales del poeta de Moguer: la de víctima de la Guerra Civil y de las consabidas dos Españas que últimamente intentan desenterrar algunos aventados peligrosos.

Aunque nunca le faltaron los fieles, como el bilbaíno Pablo Bilbao Arístegui, que ponía los ojos en blanco cuando alguien pronunciaba el nombre del poeta, Juan Ramón nunca tuvo buena prensa. El "cansado de su nombre" terminaría agotando a tres generaciones literarias hartas de su mala uva y de sus dengues. Luego Jorge Guillén y los Salinas, en su exilio de Washington, remacharon los clavos de la caja del Gran malo de Miami. Juan Ramón es el hombre que se come a los niños (sobre todo a los niños Salinas), pero es también el exiliado que jamás pierde la dignidad ni el sentido moral y civil. Es el poeta exquisito e intratable, pero es el ciudadano que viaja en los transportes públicos de los Estados sureños de Norteamérica en los compartimentos designados a los negros como protesta por la segregación racial. El andaluz universal es, por el mismo precio, enemigo de las corridas de toros, de las riñas de gallos, de los tablaos flamencos, de la gitanería y la Guardia Civil. Hay que apuntarlo porque suele olvidarse.

Juan Ramón, que no es rojo ni azul (más bien tirando a verde perejil) era una víctima potencial perfecta para cualquiera de las dos Españas. De Madrid salió vivo de milagro, y, sin embargo, nunca transigió con el régimen franquista. El compromiso de este poeta exquisito que presumía de escribir para "la inmensa minoría" resultó mucho más consistente que el de otros intelectuales engagé, como el gran Bergamín, que antes de hacerse batasuno intentó acomodarse en el Madrid de Franco.

Juan Ramón sigue siendo, de algún modo, un fantasma. No es fácil abarcarlo, no es sencillo aprender su canción. Un poeta alto y difícil representado en todas las escuelas por un burro. La mayoría, el público, le tiene por un autor de libros para niños. Platero, ya se sabe, es tan blando por dentro que parece que no tiene huesos. Pero el poeta es un hueso difícil de roer, literalmente intragable para muchos. Es una ilustre víctima, un moribundo incómodo. Castillo Puche ha relatado -porque él estuvo allí, como toda su vida, siempre al pie del cañón de la muerte- la agonía del Premio Nobel en Puerto Rico. Juan Ramón, cuenta Castillo Puche, tenía mal mirar cuando llegó la hora de mirarle a la muerte a los ojos, si es que la muerte tiene ojos o cara que mirar. No sabemos, en fin, a quién miraba mal J.R.J. con su mala mirada, con su mirar de víctima sin amo, de poeta sin dueño.

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