Documenta: un paisaje
Cada vez que vuelvo a mi barrio -en mi cabeza, el espacio comprendido, más o menos, entre La Rambla y la Via Laietana, y entre las calles de Santa Anna y Escudellers- me pego un susto. Son sustos pequeños, apenas un suspiro, pero que llevan acumulándose cada vez que vuelvo, desde que me fui, hace unos cinco años. Dirán que este lamento por la velocidad con que cambia el paisaje en que uno se ha criado, además de muy visto, es cosa de gente mayor, se preguntarán qué hace una persona de 30 años suspirando porque la farmacia del señor Gelis ya no es esa tienda de suelo ajedrezado que atesoraba una máquina registradora gigante con manecilla, o porque a lo largo de la calle de Ferran se hayan instalado más cervecerías irlandesas de lo que sería razonable esperar en una de las vías más céntricas de una ciudad meridional como Barcelona, o porque en todo el Gòtic hayan proliferado decenas de heladerías que parecen sacadas de un capítulo de Los Simpson. A mí, no lo puedo evitar, todo esto me produce escalofríos. Pero entre heladería y cervecería irlandesa hay cosas en el barrio que permanecen. Una de ellas es la librería Documenta (calle del Cardenal Casañas, número 4, tocando al llamado Pla de l'Ós). Sus propietarios, Josep Cots y Ramon Planes, festejaron el martes por la noche su 30º año de permanencia en el mismo punto del paisaje.
La librería Documenta celebró su 30º aniversario con una lectura de páginas escogidas por ganadores del premio que lleva su nombre
La Documenta es uno de esos establecimientos que se fundaron coincidiendo con los últimos coletazos del franquismo y el inicio de la transición, y cuyos supervivientes dibujan todavía un subgrupo coherente en el mapa de librerías en Cataluña. Como buena hija de su tiempo, tiene lo que podríamos llamar un aire de la época, las baldosas color caldera del suelo, las estanterías de madera barnizada... Un aire similar al de la extinta Cinc d'Oros de la Diagonal, la "primera", recuerda Josep Cots, de esa ola de librerías que se instalaron en la ciudad en un "momento de ebullición y cambio que explotó con la muerte de Franco". "En ese momento, en Barcelona había unas cuantas grandes librerías que claramente pertenecían a otra época, eran muy clásicas y conservadoras en sus selecciones, y además los libros que tenían en los estantes eran viejos, estaban negros. Daban cierta sensación de decrepitud. Con el cambio, llegaron los jóvenes de 1968 que empezaban a instalarse, a buscar una manera de ganarse la vida, y empezaron a montar librerías nuevas". En el barrio había otra con ese aire de familia progre, la Arrels, en la calle de Ferran, que tras su desaparición no fue sustituida por una cervecería irlandesa porque no hubiera cabido, tan pequeña era. Frente a los cambios de paisaje -también en el mapa librero- la Documenta se prepara para mantenerse como está. Ni más ni menos. Como un lugar donde el librero pregunta quién y por qué ha mandado comprar una edición de Las metamorfosis, de Ovidio, a alguien que no tiene pinta de hacerlo motu proprio, o debate si la ubicación de una biografía de un historiador del arte británico que se metió a espía tiene que ser la sección de arte o la de historia.
Pero estábamos de fiesta. La cosa consistió en convocar a los ganadores del premio literario que lleva el nombre de la librería -instituido en 1980, destinado a autores jóvenes y editado en tiempos por Edicions 62 y ahora por Empúries- y hacerles leer una página de uno de sus libros preferidos; una selección de textos con la que los de la Documenta habían editado, previamente, una plaquette. Fue una celebración íntima y contraprogramada, suponemos que sin mala intención, por el Espai Mallorca, donde a la misma hora se celebraba un debate sobre "el canon literario en las islas Baleares" que abdujo a dos de los ganadores, Sebastià Alzamora (1998, ex aequo con Vicenç Pagès) y Melcior Comes (2004). Este último llegó a la librería un poco antes de empezar el acto, saludó a los presentes, marchó al local de la vecina calle del Carme a debatir sobre cánones y regresó a misses dites, con lo que se quedó sin leer a los presentes el texto de su elección, ni más ni menos que un fragmento de Antígona. Es lo que pasa en una ciudad donde se celebran presentaciones, veladas y fiestas literarias con una frecuencia similar con la que el paseante pasa por delante de cervecerías irlandesas en la calle de Ferran.
Leyeron con más o menos brío, susurraron, declamaron y casi cantaron -"no son rapsodas, son autores", recordó Cots, maestro de ceremonias, a los reunidos- Carles Decors (El Aleph, de Borges), Jordi Viader (Cien años de soledad, de García Márquez), Jordi Coca (Anna Karenina, de Tolstói), Lluís-Anton Baulenas (L'arpa d'herba, de Capote), Óscar Pàmies (El monstruo de Hawkline, de Richard Brautigan), Aleix Cort ('Cançó 7ª en color', del disco Dioptria, de Pau Riba), Alfred Bosch (Una història de dues ciutats, de Dickens), Toni Sala (el poema En una casa nova, de Joan Maragall), Carles Miró (Notes per a Sílvia, de Pla) y Pau Vidal, que cedió a una amiga italiana, Raffaella, el honor de leer en versión original un fragmento de Il contrario di uno, de Erri de Luca.
La foto no fue completa -faltaron Jordi Arbonès, Vicenç Villatoro, Flàvia Company, Vicenç Pagès, Alzamora y Salvador Company-, pero Déu n'hi do. Al final, en todo caso, se brindó por algo muy digno de celebrar. Yo lo hice por un paisaje.
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