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Columna
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Edad

Tiene razón el alcalde Monteseirín al afirmar que la mayoría de edad legal ha ido reculando progresivamente en las democracias hasta ponernos en las puertas de la adolescencia: en tiempos lejanos se accedía a la madurez a los 23 años, en otros no tan lejanos a los 21, y hoy uno se convierte en ciudadano de pleno derecho con sólo 18. Por qué no, plantea el osado alcalde con la aquiescencia del ministro Sevilla, hacer retroceder esos números un poco más hasta el 16. A la propuesta no le falta su lógica y nadie debe equipararla a disparate: hasta los propios pedagogos que diseñan desastres escolares en los despachos de los Ministerios de Educación estarán de acuerdo en que pocos vehículos podrían encontrar garaje en un cráneo de 18 años sin caber igualmente en otro de 16. Si las tendencias futuras insisten en la misma dirección pronto podríamos contar, quién sabe, con un flamante Ministerio de Juguetería y Piruletas. Lo que a mí me resulta curioso de todo esto es constatar que el atraso de la edad de voto va unida, cada vez más, a un aumento de la extensión de la niñez en los individuos de las nuevas generaciones. Hoy día la formación de un hogar propio, el hallazgo de empleo estable y la instalación de una casa particular deben demorarse en muchas ocasiones hasta los 30 ó 35 años: en el ínterin, niños que naufragan en la veintena conviven con papá y el perro, recurren al asiento trasero del coche para intimar con la novia y languidecen frente al televisor del salón a la vez que la chacha les plancha los pantalones. Todos estos damnificados pueden elegir representantes parlamentarios y ejercer de supervisores en mesas electorales, pero problemas más acuciantes como de qué modo reunir los veinte euros necesarios para la botellota del viernes les impiden interesarse por la vida doméstica de La Moncloa.

Hablando con absoluta franqueza y bondad de corazón, creo que la disminución de la edad legal podría ser positiva si tuviera el poder de acercar a las urnas a esos colectivos más frescos y con más savia nueva a los que todavía las hipotecas, la poltrona y el clientelismo no han doblado los espinazos ni cargado con jorobas. Pero los problemas de estatismo y acedia de esta sociedad no toleran una solución tan sencilla como la rebaja de una cifra. Hace muy poco tiempo hemos sabido gracias a una encuesta masiva que hasta el 70% de los jóvenes de este país sienten escaso o nulo interés por su clase política y que existen pocos representantes en ella que les inspiren un sentimiento auténtico de confianza y valor. Tal vez los porcentajes permanecerán idénticos si la edad legal desciende pero nuestros dirigentes continúan descuidando sistemáticamente los intereses de la franja más reciente de la población y legislando para las canas y los bigotes. Cuando los programas de las agrupaciones incluyan algo más que creaciones de institutos de juventud y apertura de polideportivos como alternativa al alcoholismo, quizá las cosas varíen: si de verdad piensan ustedes que un individuo es lo bastante adulto a los 16 años para depositar una tarjeta en una urna, considérenlo también idóneo para disponer de casa, familia y vida propia y coloquen a su disposición los medios necesarios para que las obtenga. Los tiempos de las piruletas y los polideportivos ya pasaron.

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