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¿Laberinto o laboratorio?

O el País Valenciano, 1975-2005. Entre ambas fechas este territorio ha sido a la vez laberinto para observadores, propios y ajenos, y laboratorio para todos. ¿Quiénes son, estos unos y otros? Los más, agentes, esto es, que actúan; y el autor no se excluye en la parte que le pueda haber correspondido, o, en menor medida ahora, que le pueda corresponder.

Treinta años, tres décadas, seis lustros, lo que ustedes quieran. Un lapso de tiempo suficiente para tomar distancia. Dos hitos tan convencionales como cualesquiera otros. 15 de junio de 1977; 14 de marzo de 2004. Las dataciones recientes tienen la desventaja de no contar con la estratigrafía de Atapuerca, aunque no carezcan de huellas de dinosaurios y de homínidos.

Divagaciones aparte. Desde fuera y desde dentro hemos sido observados como laberinto. El laberinto valenciano. Se tratase de los socialistas, se trate de los populares, y aun de los comunistas o de los nacionalistas. Un lío. Si en cualquier parte la suma arrojaba dos, aquí el resultado era cuatro, y si el cociente era por cuatro, aquí por dos: un hecho diferencial, sin lugar a duda alguna a incluir en cualquier reforma estatutaria o constitucional si el caso llega.

Esto para las cabezas pensantes y los clanes dirigentes, claro está. Que el país, mal que les pese a más de uno de sus supuestos avezados observadores, se inclina del lado de los funestos cantautores y en "frases solemnes nunca creyó". Es más, se aplicó entre silencios, a reconvertir sus actividades, a innovar o a imitar, según plazca a analistas; a emigrar, o a adoptar inmigrantes, para seguir creciendo y distribuyendo, sin que nadie, salvo honrosas excepciones, pensara en encauzar tanta energía como se requiere para hacer de un territorio hostil y sin recursos un hogar de prosperidad.

En nada extraña la peregrina metáfora de la guadaña matutina que siega las cabezas descollantes. Parece razonable que quienes carecen de cabeza pretendan igualar a sus semejantes dotados de tal atributo, aunque sea por procedimiento tan bestia: barraca, guitarró, i traca. Valenciano de ocasión, de espardenyà y de sal gruesa. Esperpento de un pasado inexistente: los huertanos son paisas o morenos de soles infinitos: acérquense los patriotas a Alboraia o a lo que queda en Carpesa.

¿Somos, los valencianos, autores voluntarios de un laberinto? La historia clásica nos ha demostrado que en Creta como en Cumas, los laberintos fueron obra de sacerdotes, esto es de mediadores de la deidad, interesados en mantener a los humanos sometidos al temor, al terror incluso. No entraré en las consideraciones religiosas, ¡Dios me libre!, que no anda la grey clerical para bromas. Mi tema es secular. Alguien y alguienes quisieron convertirnos en laberinto, y lo consiguieron en gran medida, al punto de convertirnos en referencia de conflicto... menor, no como el grande, el vasco, pero suficiente como para poder exclamar, sin rubor, y sin temor, "hasta aquí podíamos llegar".

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Punto en el que se inicia el laboratorio. Un conflicto domeñado, justo en el borde de la violencia, sin traspasarlo hasta los límites de lo inaceptable, que era el caso de Euskadi, anterior a los límites cronológicos que se han anunciado, y por encima de lo inevitable de Cataluña, donde la violencia de todo signo era la gran ausente para las mentes del diseño laberinto-laboratorio.

"No hay quien les entienda". "Nombre, lengua, bandera, himno". "No se entienden entre sí". "Socialistas, comunistas, UCD". "Alicantinos, castellonenses, valencianos". Un galimatías. Prender un fuego de pajas, un foc d'encenalls, era tan sencillo como frágiles las convicciones de quienes tenían que proceder a asentar el proceso autonómico: proceso inevitable para Cataluña , Euskadi y Galicia, en virtud del pacto no escrito después del tránsito del dictador. Aguarlo, la reacción de unos y otros. Y aquí viene el laboratorio valenciano, porque la sorpresa andaluza, el chasco, se la llevaron todos: el 28 de febrero Andalucía se incorporó a los otros, a los nunca suficientemente denostados.

En esas estamos. La revisión del modelo territorial del Estado no es una exigencia de las autonomías históricas. Es una consecuencia de la madurez del propio sistema constitucional español, como he subrayado en cuanta ocasión he tenido: el texto de 1978 es para unos, punto de llegada y final, para quienes entendieron como Carta Otorgada y privilegio concedido desde su victoria por las armas; para otros, entre los que me cuento, como punto de partida, para más libertad, más autogobierno, y más igualdad entre la ciudadanía. Esto en primer lugar. En segundo lugar, como desarrollo de la integración en la Unión Europea, en la inmediatez del refrendo del Tratado de la Constitución.

Produce sonrojo cuando no suscita ira que Fraga cite el secuestro de la Generalitat de Cataluña en 1934 y que a la vez rechace el llamado Plan Ibarretxe igual de anacrónico, el uno de 1839 y el otro en 1939.

El hecho cierto es que en 1977-1982 el País Valenciano fue laboratorio, bajo el prisma de laberinto, de conflicto de baja intensidad, y que alcanzó la satisfactoria (¿?) condición de medianía... o la permanente de mediocridad. Como ahora se aprestan a consumar, unos y otros, con el objetivo puesto en dirimir los contenciosos de fondo que se libran con violencia en Euskadi y con virulencia en Cataluña. A donde lleguen PP y PSOE en sus reformas territoriales, en sus propuestas de reformas del modelo de Estado, lo veremos en la propuesta de reforma estatutaria del país valenciano.

Cataluña no es el laboratorio del PP, por más que lo intente Piqué, Cambó redivivo en competencia con tantos otros. Una vez más es aquí, donde se dirime la contienda inacabable, tediosa si se me permite. De la reforma inaplazable, para ajustar realidad a la necesidad, o si quieren inviertan los términos.

Cuestión diferente es si ésta es la que nos conviene y se ajusta a las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos y ciudadanas de este país. Ya se sabe, del laberinto, el desconcierto; y del laboratorio, las víctimas, los ratones.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia.

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