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Columna
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Te doy mi corazón

Este título tan romántico nada tiene que ver con la literatura. Quiere aludir a una realidad excelente, y desde luego superior al almíbar de algunas figuras retóricas. Expresar, en síntesis, la generosidad de los donantes de órganos. Y ser un homenaje a las familias de las víctimas de accidentes de tráfico que consienten en que al menos una parte de sus seres queridos continúe su ciclo vital, truncado por la desgracia, en otro cuerpo, otra vida, otras ilusiones. Probablemente el ser humano no haya alcanzado nunca, como en estas prácticas médico-sociales, un grado más alto de su difícil condición. Pues resulta que una de las mayores lacras de nuestro tiempo, los accidentes de coche, índice el más tenebroso del absurdo, de la estupidez, se redime a sí misma en el circuito de la solidaridad, y en el más estricto anonimato. No parece que ninguna otra cosa pueda superarlo.

Viene esta reflexión motivada por la entrevista que tuvo lugar el pasado día 19, en Radio Sevilla, entre Salomón Hachuel y el doctor Pérez Bernal, coordinador del Hospital Virgen del Rocío para esas intervenciones, que curiosamente se han multiplicado estos días y dado lugar a una actividad frenética de doscientos profesionales, para más de veinte trasplantes en poco más de una semana. Y justo cuando ese centro conmemora sus 50 años de complicada existencia. Hubo un momento en que pareció que ese hombre, curtido en las más estremecedoras experiencias, se iba a derrumbar por las ondas. La intensidad psicológica de su tarea, al querer comunicárnosla, se le debió hacer insoportable. (A veces es mejor no nombrar las cosas, para poder seguir). De modo especial cuando se refirió a los momentos críticos; cuando él u otros colegas, de otros hospitales, tienen que llamar a la puerta de una familia extenuada por el dolor. Cómo han de vencer -y no siempre lo consiguen-, el estupor primero, la resistencia instintiva, los prejuicios. Y el derroche de ternura que hay que poner en las palabras, entonces sí.

Se renueva así estos días la admiración por la profesión médica. Por las personas que son capaces de adentrarse en nuestro lado físico -tal vez el único que tenemos- sin sucumbir a la brutalidad de las enfermedades. Como si el contacto con la débil materia diese un pasaporte natural al lado bueno. Como si el desgarro fuera la única llave con que acceder al misterio del ser. Por eso entristece, e indigna, verlos realizar otras veces su tarea de manera devaluada. El lado gris de los ambulatorios, la rutina, los meses de espera, la demanda infinita de atención que exigen unos cuerpos aquejados, derruidos, vencidos. Y las estructuras políticas y sociales que, en ocasiones, hacen parecer insensibles a estos profesionales (Los hay que así se vuelven, desde luego). Pero hoy nos vamos a olvidar de todo eso. Nos quedaremos en el asombro, en ver cómo un mismo sistema produce esos otros ejemplos de rigor, de humanidad, de ciencia verdadera al servicio de todos. Y qué suerte tenemos los que alguna vez nos hemos topado, en ese mismo hospital, con algunas de las personas más completas que ha podido dar de sí la condición humana.

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